El mágico concierto que nunca cesa

    F. Javier Moya del Pozo.

    Con el tiempo, las mismas fiestas, las mismas luces y hasta los mismos villancicos de tu infancia, tornan diferentes, pero quien ha cambiado eres tú. En consecuencia, las cenas navideñas parecen menos atractivas, las reuniones familiares menos entrañables y tú te sientes cansado antes de que ese rosario de comidas con los compañeros de trabajo, mensajes de móvil transmitiendo los mejores deseos para el año venidero y atracones de marisco y cava, haya siquiera comenzado.

    Escribía José Luis Martín Descalzo que “en la Nochevieja reímos, bebemos, nos alegramos, porque así está mandado; pero nunca somos más falsos que en esas alegrías”. Cierto, siempre que esas risas no procedan de un niño: yo no recuerdo sentirme más ilusionado que poniendo el belén en la casa de mis abuelos, con el musgo que habíamos recogido con mis primos en la carretera de la Playa; nunca volví a cantar un villancico con tanta intensidad y emoción que en la Misa del Gallo con mis padres y hermanos…y no he recuperado esa felicidad natural hasta el nacimiento de mis hijos, pues, con ellos, la casa se llenó de un ambiente festivo tan sincero como pleno; en la sensación de que nada podría arrebatarnos la magia de esas fechas.

    Lamentablemente, nada es permanente; tampoco la esperanza inocente de la carta a los Reyes Magos, o el deseo íntimo de que el año venidero nos traerá todo aquello que nos ha faltado en el que ahora termina. Y es entonces cuando, ante las decepciones de nuestra existencia, sean o no motivadas por nuestra propia incompetencia en manejarnos en el torbellino de ambiciones, carencias afectivas o puro materialismo en que nuestra vida se ha convertido, nos dejamos arrastrar por el artificio de unas risas, y unas felicitaciones que no sentimos, superficiales, y que son puro esperpento cuando son alimentadas por los excesos etílicos que parecen casi justificados, cuando no obligatorios.

    Con todo, buena parte de ese teatro en el que los detractores de la Navidad se escudan para pedir su supresión, es una simple muleta, un artificio para combatir la terrible enfermedad social que es la soledad. Nadie quiere sentirse solo, y acude a la simulación, al gasto exagerado, a las compras compulsivas y al continuo comer y beber para huir de la falta de compañía auténtica. Y, con ser esto terrible, aún hay algo peor, como es el negro nubarrón que quiere ocultar la estrella de belén que colocábamos en nuestro familiar Portal de Belén: la ausencia de los seres a quienes hemos amado. Podemos estar rodeados por una veintena de amigos, besar a nuestros familiares y, sin embargo, sentir el jirón en el alma producido por la memoria del ser que tan importante sigue siendo para nosotros. Para esta ausencia no hay bálsamo que mitigue nuestro dolor; tan sólo podremos escudarnos en un sincero abrazo, decir una oración en las madrugadas cuando el vacío te mantiene despierto y helado, y pensar que la presente Navidad es la única que realmente tienes, y que, como alguien escribió, “has de disfrutar de las pequeñas cosas porque, tal vez, un día mires atrás y te des cuenta de que eran las grandes”.

    Soy consciente de que no son mis mejores fiestas navideñas, pero quiero disfrutarlas con la mentalidad de que, aún así, la Navidad sigue siendo maravillosa, un mágico concierto que nunca cesa. Concierto que, por nosotros, y por los que amamos, hemos de seguir escuchando, embelesados y dejando que la calidez de sus notas dé calor a nuestro corazón.