F.J. Moya del Pozo
“Hay almas que uno tiene ganas de asomarse a ellas, como a una ventana llena de sol”. Federico García Lorca.
El pasado sábado, en el programa de Jaime Cantizano en Onda Cero, el psicólogo Javier Urra, quien, por cierto, estuvo adscrito al antiguo Tribunal Tutelar de Menores de Cuenca, le hacía a dicho periodista la tremenda pregunta: “ Si tuvieras que elegir, ¿ qué preferirías: que nadie, nadie en el mundo te amara, o perder tú la capacidad de poder amar a nadie?”.
Mientras reflexionaba sobre el tema, recordé el cartel fijado en mi centro de salud, en una campaña en favor del cuidador del enfermo y del anciano; todo ello al hilo de los desafíos sociales y normativos de la Unión Europea ante el derecho de las personas mayores para llevar una vida digna e independiente.
Y, ante ese innegable derecho, surge la problemática del cuidador, esa figura a la que la administración ha abandonado en un campo de batalla que el Estado viene considerando casi individual, o, como mucho, reservado al ámbito familiar, y donde la figura de la mujer cuidadora cuadruplica al hombre, según encuestas de población activa.
Es, en el campo del cuidado, donde no basta con asumir una obligación familiar; sino que, además, han de ser ejercitadas, necesariamente, virtudes como la generosidad, la empatía y la abnegación .
Y una capacidad infinita de amar.
De no ser así, la figura del cuidador se transformaría en un enfermo más, en alguien donde la resignación, que no la mera aceptación de la realidad, llevaría al cuidador a ver en el anciano objeto de sus cuidados a alguien que sólo se compone de un cuerpo y de una mente, ambos deteriorados por el tiempo y la enfermedad; pero que le hará olvidar, a la siempre heroica figura del cuidador, que la persona objeto de su permanente preocupación, en un tiempo no muy lejano, compartió con aquél maravillosos momentos de felicidad, de ternura, de acontecimientos familiares y de conversaciones sobre un futuro compartido. Y que no merece la pena que ni enfermedades o vejez puedan borrar todo aquello que hace de nuestra existencia algo digno de recordar. Y merecedora de ser vivida.
Además, y creo que esto es esencial, todo cuidador debe ser consciente, cuando le lleguen los tiempos del cansancio y la tristeza, que en todo ser humano hay un elemento inquebrantable, que va más allá de uno mismo, y que le hace trascender: el espíritu; esa fuerza que, cuando el cuerpo y la mente no respondan, allí permanecerá ese estado elevado del ser.
No; no es nada fácil la figura del cuidador; máxime cuando la sociedad no ayuda ni en aliviar el peso diario que ha de soportar, ni le acompaña en un camino que, frecuentemente, se hace desértico e insoportable.
Recuerdo que no hace muchos años escribí, en esta misma columna, sobre la soledad del cuidador, al ver cómo mi padre, cuando se acostaba con mi madre al lado, insistía en que dejáramos una luz del pasillo encendida, no por él, sino para saber que mi madre permanecía sin destaparse por la noche:
Mientras, la blanca luz de la mañana llama a su ventana, y le invita a volver a un sueño cada vez más esquivo. Para intentar, aunque sea vanamente, abandonarse a un estado donde ya no tiemble por sus responsabilidades, sus urgencias, ni sus temores; a una duermevela en la que imagina que alguien llegará para ayudarle, y rescatarle, así, de esa terrible soledad del cuidador…
Por eso, cada vez que pienso en la figura del cuidador, me vienen a la memoria los versos que encabezan estas palabras; porque observar a un cuidador es asomarse, a pesar de la enfermedad, la vejez, el deterioro físico y mental con los que convive diariamente, a una ventana llena de sol; una ventana que proyecta luz donde las sombras pretenden apoderarse de la persona objeto del cuidado.
Y, también, sobre la de cada uno de nosotros.