Luis Cañete
Es 15 de agosto de 2021. Villar de Cañas celebra con mascarilla y a media asta sus fiestas de la ‘Virgen de Agosto’, mirando de reojo las gráficas de contagios. Con los test de antígenos en el cajón, las noticias hablan de la ‘nueva normalidad’ mientras que en la sección de internacional un grupo de barbudos yihadistas presume -rifle automático en mano- desde el interior del palacio presidencial de Afganistán. La toma del poder por parte de los talibanes ha supuesto una gigantesca criris humanitaria y decenas de miles de personas ya planean su huida del país. Uno de ellos es Shadab Rahimi, que con su familia terminará encontrando refugio en un tranquilo pueblo de La Mancha conquense. Este es su camino.
Pese a que 6.200 kilómetros separan las pacíficas calles de Villar de Cañas del que fuera su hogar cerca del aeropuerto de Kabul, todavía el miedo le quiebra la voz al rememorar aquellos momentos. Sabía que pronto las miradas integristas escrutarían su historial. Ingeniero de microinformática de profesión, tenía contacto frecuente con extranjeros y sobre todo, un apellido demasiado famoso como para pasar desapercibido, al menos en la convulsa e irracional Afganistán talibana.
Rahimi es la herencia que Shadab comparte con sus hermanas Shabnam, Sadaf y Arezo. Las dos primeras, boxeadoras profesionales que bajo amenazas tuvieron que abandonar el infierno en 2015 y poner rumbo a España como refugiadas. La tercera, presidenta de la Federación Femenina de Fútbol de su país, no tardaría en ser ‘objetivo militar’. Así, no quedaba otra opción que mirar al futuro y caminar.
La tranquilidad de un panadero de Villar de Cañas
Han trancurrido 26 meses de la huida de Afganistán. Shadab vive en Villar de Cañas junto a su mujer, Mursal Mohammadi, y su hija de trece meses, Rachid. Tras dos años rondando en Madrid y alrededores aprendiendo el idioma, ha encontrado trabajo como ayudante en Chapela. «Javier, jefe de la panadería en Tarancón, conoció nuestra situación gracias a una publicación en el periódico ABC y decidió ayudarnos. Fue nuestro ángel. Es muy amable, una persona que no me conocía y aún así me dio la oferta, formación y me preparó una casa y un coche. Yo le dije que me sacaría el carné de conducir de España en tres meses y le valió con mi palabra para contratarme. Le debo haber podido empezar una nueva vida».
Ahora está tranquilo porque «con contrato y con nómina, una persona en España puede vivir muy bien». Eso sí, su día a día no está exento de las dificultades propias de la situación económica actual: «Aquí es un poco caro comprar alimentos, hay que pagar más dinero y como mi mujer no trabaja y somos tres en casa, se hace difícil. La adminsitración del dinero es un poquito difícil para mi».
Pese a que lleva un mes viviendo en Villar de Cañas ya ha podido comprobar la hospitalidad conquense. «Todos mis compañeros de trabajo y los vecinos del pueblo han sido muy amables con nosotros. Saben que somos nuevos y que no tenemos nada. En poco tiempo nos han ayudado con la ropa de nuestra hija, y todo el rato nos preguntan que qué necesitamos», señala agradecido.
Cambiar Kabul por un pueblo de menos de 400 personas es un impacto muy grande, ahora bien, menor que el choque cultural que hay entre España y Afganistán. Y prácticamente la diferencia es ínfima si lo que se deja atrás es un agresivo gobierno dictatorial para sustituirlo por un lugar pacífico. «Cuando salimos de allí sólo teníamos una camisa que era obligatoria llevarla puesta para que los talibanes no te atacaran. Aquí puedo llevar lo que quiera sin problema y vivir como yo quiero», destaca de España.
«La ‘paz’ talibana«
Rahimi lamenta que tras la ocupación del gobierno por parte de los talibanes «la vida para la gente se restringió completamente. Ahora hay paz pero no hay vida». Y es que postura es la de una religiosidad libre y voluntaria, a diferencia de lo que dictan los gobernantes de Afganistán. «Ahora si queremos ir a la mezquita podemos ir con el coche a Tarancón, no tenemos ningún problema en ese sentido», celebra.
Hace dos años, en plena toma de Kabul, «todo el mundo sabía lo que iba a pasar: iba a venir una vida dura para las mujeres que trabajaban o para aquellos que tenían relaciones laborales con extranjeros». Recuerda Shadab Rahimi que «todo el mundo tenía miedo cuando los talibanes llegaron con pistolas y kalashnikov. Fue un día muy malo». «Estaba en el trabajo y fui corriendo hasta mi casa pese a que estaba a 20 kilómetros. De camino pregunté a un militar que qué pasaba pero negó serlo del miedo que tenía», rememora.
Aunque Afganistán nunca fue un país seguro -él mismo ya había presenciado un atentado terrorista- la frágil convivencia había saltado definitivamente por los aires. «Vi cómo los talibanes acusaban a un hombre de ser un ladrón, cómo lo subían en un camión y cómo lo mataban sin juicio. Vi gente ahorcada de una grúa; registros y disparos indiscriminados, explosiones…». En ese momento decidió que la salida del país era la única solución. Poco después abandonaría con su familia su tierra a bordo de un avión militar español dejando todo atrás.
Difícil huida hacia España
Su primera decisión fue ir a preguntar en las embajadas de Irán y Pakistán para cruzar legalmente la frontera, pero pronto su familia le hizo cambiar de idea para intentar volar con el ejército español. «La historia ya es parte del pasado pero cuando me acuerdo de todo quiero llorar. Nosotros estábamos en un país en el que no podíamos vivir y me alegro mucho y doy las gracias al Gobierno de España por habernos ayudado. Sin ellos yo quizá ahora no estaba vivo».
En esa salida fue fundamental la acción del periodista freelance Antonio Pampliega, quien mantenía contacto con sus dos hermanas que ya vivían en España. «Él intermedió con la embajada y me envió una especie de visa para poder identificarnos. También nos ayudó un traductor del ejército español, Mustafa, que nos fue guiando en los pasos que debíamos dar».
Pero como toda historia con final feliz la suya también tiene caminos tortuosos. Cuando llegó hasta la entrada principal del aeropuerto se encontraba ya tomada por los talibanes. «Vi cómo tres jóvenes de entre 17 y 20 años se escondían en las ruedas de un camión para conseguir superar la zona de restricción del aeropuerto». Como iba con la familia en mal estado de salud, al final optó por conducirlos a la parte trasera del aeropuerto, donde encontraría que ya había miles de personas.
Pañuelos rojos y amarillos y una larga espera
Allí y siguiendo las indicaciones del traductor, sacaron pañuelos rojos y amarillos que llevaban para poder agruparse con otros refugiados y que los españoles les localizaran e identificaran. Al aeropuerto habían acudido con una modesta mochila con un poco de ropa y algo de documentación, y la espera sin agua ni comida se hizo eterna. «Tenía muchas cosas en mi casa que me hubiera gustado coger, pero era imposible», sentencia.
En la cola de espera y tras más de un día sin comer ni beber, por fin consiguió que una militar británica le llevara hasta los españoles. Para describir la longitud de la fila, Shadab Rahimi narra que «había una especie de río de aguas sucias y la gente prefería intentar colarse por ahí en lugar de guardar su puesto en la fila, sobre todo porque los militares iban diciéndoles a los que estaban al final que se fueran a sus casas». Allí y mientras comprobaban su identidad, uno de ellos le dio una caja de agua. «Yo en lugar de beber se la llevé a mi familia, y cuando lo vio me dio otra caja de agua, chocolatinas y una lata de atún. Cuando di el primer trago fue como volver a la vida, estaba realmente blanco. Siempre recordaré el buen sabor de aquella lata de atún».
«Por la noche vinieron con una lista y nos permitieron entrar en el avión de los militares para volar a España. Recuerdo que cuando mi familia y yo entramos y nos fuimos del país, todos los que estábamos en el avión nos pusimos a dar las gracias a Dios por salir de la zona de restricción y huir de unas personas muy malas», recuerda con emoción.
Primeros meses en España
La llegada a Madrid vía Dubai no puso fin a su viaje. Tras recibir atención de Cruz Roja, fue trasladado a un hostal cerca de la estación de metro de Vinateros. Fue la primera noche que pudo dormir en 72 horas. Al día siguiente una avalancha de mensajes en su móvil lo despertó: había habido un atentado suicida justo en la zona de restricción del aeropuerto donde estuvo apenas unas horas antes. «Murieron 400 personas y diez militares. Cuando vi los videos me acordé de la situación que teníamos y me bajó la tensión. Si llegamos a estar un día más allí toda mi familia habríamos muerto».
Tras su paso por el hostal fueron a Villalba (Madrid) y posteriormente a Leganés, donde estuvo viviendo un año y recibiendo clases de español durante ocho meses. Terminó en ese momento la primera fase de la ayuda, y para optar a la segunda debían marcharse a un piso alquilado. «Para un refugiado es muy duro encontrar un piso de alquiler. No sabía bien el idioma y nadie te lo alquila si no tienes contrato de trabajo, y para eso necesitaba experiencia», lamenta.
Al final alquilaron para seis personas dos habitaciones de una vivienda (sus padres, él y su esposa y su hermana y su cuñado). No fue una buena experiencia: «La dueña de la casa, que ya tenía experiencia con refugiados, se portó muy mal. Era un piso pequeño y ahí nos metimos las dos familias. No nos dejaba tocar nada para no romperlo. Yo le dije que el gobierno estaba pagando el alquiler, pero ella ni nos dejaba cocinar ni poner cosas nuestras en la casa. Era una hiel para nosotros. Nos dijo que podía entrar cuando quisiera porque la casa era suya. Además no nos devolvió la fianza. Estoy muy enfadado con ella».
El tiempo pasaba y las ayudas se terminaron. «Estaba buscando trabajo sin encontrarlo. Para conseguir empleo en España hay que tener formación de aquí, experiencia e idioma. Estuve yendo a intentar certificar mi título universitario pero no podía porque para que la Universidad enviara mis documentos me pedían 3.000 euros que yo no podía pagar. Por eso no pude homologarlo», critica. En aquel momento y como caída del cielo, llegó la llamada de la panadería Chapela.
Mirar al futuro y no al pasado
Shadab Rahimi y Mursal Mohammadi ya están afincados en Villar de Cañas. «Cuando fuimos para el Ayuntamiento nos dieron otra casa que estaban preparando para refugiados de Ucrania, pero ellos no se quedaron aquí, sino que se volvieron a Madrid. Yo pago el mismo alquiler que ellos y estamos muy bien ahora. Nuestro casero ahora se porta de maravilla. Tenemos una vida muy tranquila y he estado diciéndole a mis padres que vengan aquí a vivir, y aunque de momento están en Aranjuez, próximamente vendrán».
El ingeniero de microinformática aprende el oficio de la mano de Javier y sus compañeros de trabajo, contento con la paz que ofrece Villar de Cañas. Le gusta la gastronomía española, de la que destaca la tortilla de patatas, y aunque no come cerdo subraya que «está toda muy rica». En cuanto a la sociedad, indica que «aquí en España pasa lo mismo que en mi país, hay gente buena y mala. He visto mucha amabilidad y cariño, pero también personas como mi casera anterior, que era muy mala», apostilla. Lo peor ya ha pasado y ya mira al futuro. Reconoce que le gustaría comprarse un coche nuevo y un piso en Tarancón o Villar de Cañas «donde la vida es muy buena. La gente que está por aquí es muy, muy amable. No puedo olvidar a todas las personas que sin conocerme de nada me han venido a ayudar».
¿Volverá algún día a Afganistán? «Tengo una historia muy curtida, con muchos males. Mi cuñado y yo sólo te diremos cosas malas de mi país. Éramos 3.000 personas y ahora sólo quedamos 300, todos los jóvenes fueron militares y tuvieron que morir luchando contra los talibanes, que ahora ocupan el gobierno, gente que pisó minas… Intentamos olvidar el pasado, pero yo no puedo olvidar todas las personas importantes que he perdido en mi vida», contesta.