Una sencilla declaración de amor

F. Javier Moya del Pozo

Tras el manojo de flores silvestres, al director de la residencia de ancianos le esperaba un octogenario, de apariencia tímida, quien le preguntó si podía atenderle unos minutos; explicándole, con voz casi queda, el motivo de su visita: exactamente treinta días antes tuvo que ser sometido a una intervención quirúrgica de la que ya estaba bastante recuperado. Sin embargo, al serle dada el alta hospitalaria se encontró con que su esposa Dolores, su compañera desde hacía más de cincuenta años, y que sufría un sensible deterioro físico, fue trasladada desde el domicilio familiar a la residencia donde se producía esta conversación, al no poder valerse por sí misma.
El matrimonio tenía un hijo que emigró hacía muchos años, y que, de vez en cuando, les mandaba breves cartas en las que, ni siquiera entre líneas, podría atisbarse un mínimo de afecto ni añoranza por la compañía de sus padres.

Al oír el nombre de la esposa ingresada, el director pudo recordar el semblante de una anciana con grandes dificultades para andar, dueña de una dulce sonrisa que navegaba más allá de las paredes de la institución. Apenas pronunciaba más de dos frases seguidas, pero siempre tenía el nombre de Manuel, su Manuel, en los labios.

La ausencia de Dolores, siguió relatando Manuel, era como una daga que le atravesaba en la noche, y que secuestraba un sueño que nunca le llegaba; y la casa, testigo de tantos felices acontecimientos familiares, se había convertido en un infierno donde, la soledad y la desesperanza se estaban apoderando de cada rincón de su hogar.

Así pues, terminaba exponiendo Manuel, necesitaba que a él le admitieran allí, si Dolores no pudiera regresar a su casa; pues, a su edad, percibía que cada instante compartido era una eternidad ganada al destino; y, para él, a través de Dolores las mínimas cosas de la vida cobraban una magia especial.

A Manuel todo su mundo se le derrumbó cuando le denegaron la petición las instituciones públicas; razonando que el esposo ya no era capaz de cuidarla en su domicilio y que él no reunía las condiciones para ingresar en el Centro; proponiéndole, como única solución, la de venir a la residencia todos los días para visitar unos minutos a su esposa. Pero un vecino le comentó que, tal vez, si alegaba circunstancias extraordinarias, motivos suficientes, se accedería a su pretensión, y, por ello, le faltó tiempo para venir a reiterar su solicitud. El documento aportado era una simple cuartilla donde Manuel, cuando su esposa comenzó a enfermar, puso en verso sus miedos, sus esperanzas y su amor; todo aquello que, en tantos años, no había sido capaz de decirle a Dolores con palabras:

Ser mayor, casi un anciano,
sentirme fuera del mundo,
pensar en tono amargado
que la vida es un minuto,
que lo bueno ya ha pasado
y que el tiempo será un yugo
me tiene desangelado
en el silencio nocturno.

Ser mayor, casi un anciano,
de tercera edad, talludo;
encontrar un ser extraño
dentro de un cuerpo al que insulto
viéndolo tan arrugado
frente al espejo, desnudo,
es algo que va minando
mi fuerza, sin disimulo.

Sin embargo, casi anciano,
de ningún achaque ayuno,
mientras se encuentre a mi lado
la que comparte mi rumbo,
conseguiré que el pasado
nos haga ver un futuro,
saludando, emocionados,
a la vida en un susurro.

El director terminó de leer, y, tras un instante de silencio, le dijo a Manuel que no podrían darse razones más poderosas que las expuestas para ser aceptado en el Centro.

Y entonces, un 14 de febrero, Manuel, acompañado de sus flores, se acercó, lentamente y enamorado, a Dolores; quien ya había adivinado que San Valentín le traería a su Manuel. Para siempre.