F. Javier Moya del Pozo
Noviembre. Y con él, los días en los que el rumor de las hojas de los árboles al caer se mezclan con sentidas frases llenas de nostalgia, recuerdos y amor hacia los ausentes.
Escribía Irene Vallejo en un magnífico artículo que “los que hablan con los que ya no están mantienen algo menos que una conversación, pero mucho más que un monólogo”. Bellísimas palabras, con las que, sin embargo, no estoy de acuerdo del todo. Creo, sinceramente, que se produce una auténtica conversación, un proceso donde tan importante es hablar como recibir, estando atento, poniendo los cinco sentidos a lo que nos ha de llegar de nuestro interlocutor, a quien nos dirigimos con la sinceridad, y tal vez, incluso con la valentía, que no supimos emplear cuando estaba con nosotros; un mensaje que nos envía y que nos reconforta, que nos da un sentido para seguir viviendo en el presente desde aquello que fue compartido en el pasado con la persona que se fué.
Hablarles no exige volver a los grandes acontecimientos, pues nos basta con recuperar los actos cotidianos, tan intrascendentes entonces para nosotros, y ahora tan mágicos: el desayuno juntos antes de despedirnos hasta la tarde; un viaje con amigos y familiares, las notas escolares de los niños, un paseo cogidos de la mano..
Y su mensaje, la contestación a nuestras palabras, siempre llega, adoptando las más variadas formas:
Sigo buscando esos besos
que vuelan como palomas,
y las palabras que nombran
tu presencia en tantas formas…
Es mi suerte, pues te encuentro.
Noviembre. Ahora hará tres años. El otoño nos traía los días más cortos, y la oscuridad de la tarde venía a fundirse con la eternidad de sus noches. Entonces, Mar, mi esposa, me enseñaba en qué consistían los “estados” en la aplicación de WhatsApp de su móvil. Allí, en ese espacio de la red, sus mensajes eran ejemplo de fortaleza en su valiente batalla y su generosa entrega a los demás. Ahora, esa vía tan peculiar de comunicación se ha convertido para mí en el burladero ante un dolor inmenso por su ausencia; y me impulsa a escribirle en el Paseo Fluvial, en los Pinares de Jábaga o bajo la lluvia cruzando Carretería, pues cualquier lugar es bueno para hablarle:
Déjame que me adelante,
por favor, no me interrumpas,
permite que te declare
lo que no te dije nunca.
Que, a veces, salí a la calle
cuando arreciaba la lluvia
para poder empaparme
de agua y no de preguntas.
Y ahora te pido que me hables,
tu palabra es mi armadura,
tu sonrisa, mi estandarte
y mi escudo tu cintura;
mi victoria es tu suave
presencia, y también mi cura.
La palabra lo es todo; sea lanzada al viento, sea puesto en una humilde cuartilla. Lo importante es hablarles, expresando nuestros sentimientos, compartirlos y ser uno con el otro:
No te escribo para evitar olvidarte.
Sería imposible.
Lo hago por el miedo a dejar de ser la persona
que ha tenido la suerte de estar a tu lado.
No, esas cenizas que se mezclan con la fría tierra del Camposanto no son ellos; no son los seres a los que nos dirigimos cada vez que encendemos una vela al tiempo que les pedimos que nos guíen en una vida cada vez más caótica sin ellos. Nadie me convencerá de lo contrario.
A pesar de todo, cumplo con el ritual, nunca rutinario, depositando unas margaritas, sus preferidas, sobre la losa donde una simple inscripción con su nombre y una fecha pretenden, sin lograrlo, identificar toda una vida, la suya y la de los que le seguimos amando:
La lluvia intentará borrar tu nombre
de la piedra donde el frío te acoge,
y el ciprés intentará ser tu amigo
hablándote del tiempo que se ha ido.
El viento barrerá todas las flores
del altar donde tu risa se esconde;
transcurrirá el tiempo, bálsamo amigo,
más jamás, jamás, llegará el olvido.
Mientras perdure el sentimiento de amor compartido, se mantendrá nuestra voluntad de hablar con ellos, como siempre lo hicimos. No hay razón para dejar de hacerlo; y, así, seguiremos escuchando sus voces, quedamente, envueltas entre sus objetos personales más queridos y que aún no hemos sido capaces de guardar; manteniéndolos a la vista, no como objetos propiedad de fantasmas, sino como vida de nuestra vida:
Cada día, tú me hablas cada día;
aunque a veces duele tanto escucharte..
Es muy difícil tener que encontrarte
en la historia de una fotografía.
Cada hora, tú me hablas cada hora;
atesoro el eco de tus palabras
y me esfuerzo por no perderme nada.
Besos y sueños llegan de tu boca.
Sí, la conversación existe; porque cada vez que les hablamos, una invisible mano busca refugio entre las nuestras; y sus palabras, en forma de cálida brisa, rozan nuestras mejillas mientras nos quedamos dormidos mirando su almohada. Tan sólo palabras de amor, palabras que abrazan y transmiten esperanza y consuelo.