Reyes de Europa

Ramón C. Rodríguez

Es curioso pero ahora parece que todo el mundo sabía que la selección española de fútbol sería campeona de Europa el pasado catorce de julio. Y no. Entre la indiferencia con la que se inició el campeonato y el terremoto que registraron los sismógrafos en la final, tuvo lugar el típico proceso de identificación que suele protagonizar el españolito cuando infravalora lo suyo hasta darse cuenta de que es mejor que lo ajeno. Siempre nos parece más verde la hierba en el jardín del vecino.

Antes del éxito, la selección era un equipo semidesconocido para la mayoría, por el que apenas descollaban Rodrigo y Carvajal como figuras de la Champions reciente. El resto era una banda capitaneada por un ariete voluntarioso cuya falta de puntería era pasto incesante de los memes y entrenada por un bilbaíno de adopción aplaudidor de Rubiales que se salvó de la cancelación porque las hordas del pensamiento “woke” andaban ese día despistadas. Como tuvo la suerte de ir encadenando triunfos, su natural bonhomía se convirtió en el escudo que le permitió atreverse a cometer la osadía de declararse abiertamente católico, taurino y español.

En este país acostumbrado al cainismo desde la cuna a la tumba pasando por el campo de fútbol, la selección era otra vez ese equipo poco fiable al que sólo se aferraban los desheredados de la victoria que durante la temporada regular no habían visto satisfechas sus expectativas con el club de sus amores. España fue haciendo su camino entre la displicencia del futbolero tipo que con la barriga llena de copas, se podía permitir la inapetencia frente al destino del equipo de todos, incluso la obscenidad de declararse partidario de la nación donde peleaban sus estrellas extranjeras, un minuto antes de someterlas en el verde y acabar desgañitándose cantando Gibraltar español.

Ni siquiera cuando la roja presentó su candidatura y arrasó en el grupo de la muerte, desplegando el mejor fútbol de la fase previa, abandonaron sus miedos los comentaristas agoreros que veían en Georgia, la reencarnación del Brasil del setenta, con Mamardashvili convertido en la bestia negra habitual. Algo se movía, sin embargo, en el paladar futbolístico del conocedor, sorprendido por la superación del tiqui-taca que representaba el nuevo juego de la selección, un prodigio de eficacia que cimentado en el mejor dúo de medio centros del mundo, con Rodri y Fabián a los mandos, se resolvía en un delirio de precisión y verticalidad a través de Dani Olmo, encargado de culminar la jugada mientras Morata fijaba a los centrales o de mejorarla para que Nico o Lamine, convirtieran el área en su patio de recreo.

Y así fue como el retoño de un ghanés y el chiquillo de un marroquí nos permitieron además ventilar los demonios nacionales a propósito de la pureza de sangre de esta pareja de dibujos animados que en cada internada por los extremos, ponía patas arriba los clichés de las esencias de lo que antaño fue la furia española. El cuadro era bastante divertido porque mientras los unos cantaban con la boca pequeña los goles de dos hijos de inmigrantes, tenían además que transigir contemplando cómo la defensa de España se hallaba en manos de una collera de afrancesados. En el bando contrario, los otros se veían obligados a celebrar las paradas del hijo del picoleto y las entradas salvadoras de Carvajal, la nueva e insospechada némesis de Pedro Sánchez.

Como sucedió con la selección mítica que nos regaló la fortuna de ser campeones del mundo, este grupo parece tener la determinación necesaria para repetir el ciclo virtuoso que se prolongó entonces durante seis años. Su fútbol de ataque desprende una calidad extraña al erial de juego que se ha visto en la Eurocopa y los chavales se sobreponen a los goles en contra con la confianza del que parece ungido para encontrar la gloria. Si Merino hizo de Pujol contra Alemania y Olmo de Iniesta contra Francia, cualquier cosa es posible cuando estas figuras alcancen otra madurez dentro de dos años.

Cuando Inglaterra empató la final, igualando la maravilla que inventaron Williams y Yamal bailando a sus defensores después del descanso, nadie hubiera sospechado que el gol definitivo lo marcaría Oyarzábal a pase de Cucurella, el primero gracias a su cuarenta y ocho de pie y el segundo a pesar de la rémora del pelo. Un vasco y un catalán unidos por España diseñando la felicidad de la nación. Que cunda el ejemplo.

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