Iker Vicente, alumno del Colegio FEC La Sagrada Familia
Hoy, a eso de las doce y pico del mediodía, España se quedó sin luz. No fue una caída de tensión cualquiera. Fue un apagón total. Trenes parados, tiendas cerradas, móviles sin señal, hospitales funcionando a base de generadores, semáforos muertos, carreteras colapsadas, gente atrapada en ascensores, el metro bloqueado, los supermercados a oscuras.
Yo tengo 18 años. Estaba en clase cuando pasó. Y por un momento, todo pareció frágil, como si alguien hubiera apagado el botón del mundo moderno. Un silencio raro, casi incómodo, recorrió las ciudades. La gente dejó de mirar sus pantallas y empezó a mirar alrededor. A hablar. A preguntar. A ayudar.
Un bajón eléctrico… y emocional
Lo que vivimos hoy no fue solo una avería técnica. Fue un experimento social inesperado. Durante unas horas, dejamos de ser una sociedad hiperdigitalizada para volver a algo más básico: mirarnos a la cara, caminar sin distracciones, preguntar si alguien necesitaba algo. La gente dirigía el tráfico sin silbato ni uniforme, abría botellas de agua con desconocidos, se sentaba en terrazas aunque no hubiera servicio, sonreía a los demás como diciendo “pues nada, aquí estamos”.
Y no es poca cosa. Porque cuando todo se apaga, lo que queda es lo que realmente somos.
Vivir como otros viven siempre
Hoy, muchas personas en España han sentido lo que millones viven cada día en otras partes del mundo.
En Ucrania, donde los bombardeos dejan ciudades enteras sin electricidad durante semanas. En Gaza, donde cada día es una lucha por encontrar luz, agua o conexión. En muchas zonas de África o de Oriente, donde los sabotajes, los conflictos o la falta de infraestructuras hacen que sobrevivir sea una hazaña diaria.
Lo que para nosotros ha sido una excepción, para ellos es la norma.
Y si algo me ha enseñado este apagón es que vivimos con una suerte inmensa, una suerte que no siempre valoramos hasta que desaparece. La electricidad, el transporte, internet, el agua caliente… no son magia. Son privilegio.
Pero también somos otra cosa
Lo que más me ha impactado hoy no ha sido el apagón. Ha sido cómo hemos respondido.
España, otra vez, ha estado a la altura. La ciudadanía. La gente normal. Sin discursos, sin banderas. Con actos sencillos, con gestos humanos. Desde quien cedía su powerbank hasta quien guiaba el tráfico como si fuera un policía improvisado. Desde el bar que servía a oscuras hasta los sanitarios que no dejaron de atender ni un segundo.
Y eso, con 18 años, me llena de orgullo. Porque en los libros de historia se habla de batallas y presidentes, pero lo que hace fuerte a un país son sus ciudadanos cuando todo se cae.
Una sociedad que no necesita enchufe para brillar
Hoy no ha sido un día cualquiera. Ha sido un espejo. Nos ha mostrado lo rápido que todo puede desmoronarse. Pero también nos ha recordado lo que no depende de cables ni de tecnología: el respeto, la empatía, el saber estar. La humanidad.
En un mundo cada vez más tenso, más crispado y más polarizado, España ha demostrado que, cuando toca ponerse serios, sabemos cómo actuar.
Nos quedamos sin luz, sí. Pero no sin luz propia.