F. Javier Moya del Pozo.
Viernes Santo lluvioso; y a escasas horas de que el protocolo de la Junta de Cofradías decida si he de vestirme o no con la túnica de la Cruz desnuda, para incorporarme a la procesión del Santo Entierro, la lluvia, que se ha apoderado de las calles de la ciudad y que casi rebosa el cauce del Júcar, está dejando un amargo sabor de derrota en cada uno de los nazarenos conquenses; estado anímico que combaten con su numerosa presencia en los templos donde se guardan las imágenes de sus hermandades; mostrando, así, que su fe no disminuye, aunque no puedan reafirmarla en su desfile procesional.
Michel Quoist, en “Oraciones para rezar por la calle” le habla a Jesús de esta manera: “Yo he abandonado todo y ahora me encuentro solo. Tu ausencia es mi dolor”. Pero todo nazareno sabe que la Semana Santa de Cuenca existe desde tiempo inmemorial, que no está ausente ni siquiera porque se descargue un diluvio. En nuestra ciudad ,la Semana de Pasión nace y renace cada año, cada día; pues vive no sólo en los templos o en los locales de las hermandades; está en el brillo de los ojos de los abuelos cuando ven ponerse las túnicas a los nietos; en los abrazos fraternales con aquéllos que sólo visitan la ciudad en estas fechas, en las tulipas, rotas, desportilladas tal vez, que nuestros padres y tíos portaron y en las que los restos de cera nos hablan de oraciones dichas en silencio, con recogimiento y devoción, al pasar cerca del hogar familiar, llevando al mismo su más sincero recuerdo hacia los que ya no pueden desfilar a su lado.
Mi siempre admirado José Luis Martín Descalzo, en su “Diálogos de Pasión”, pone en boca de María Magdalena, cuando encuentran vacío el sepulcro del Señor y piensan que podrían haber robado su cuerpo los jardineros: “¿Qué habéis hecho de su dulce mirada, jardineros; dónde pusisteis el rumor de sus pasos? ¡Ya no pido su vida, sino sólo la certeza de saber que ha existido”!.
No, no existe jardinero que pueda vaciar el Santo Sepulcro, como no podría haber lluvia que borrara la mirada de nuestra venerada imagen del Jesús; de un Jesús que no preside (no sólo) las andas de nuestros pasos, sino que se alberga dentro de cada corazón nazareno.