F. Javier Moya del Pozo
La sintonía del inicio del ordenador se confunde con los “buenos días” de los compañeros que se van incorporando a sus puestos; unos, hablando animadamente y con aspecto de haber dormido plácidamente; otros, los menos, ya cansados, casi con desgana, como si el día ya estuviera acabándose…Los compañeros de trabajo; esa especie que, cada cierto tiempo, va mutando por las circunstancias o los intereses personales y profesionales de cada uno; y donde la personalidad de aquellos con los que comparte despachos y responsabilidades laborales dejan huella diaria en su propia vida.
Mientras saca un café de la máquina y traslada el cortado hasta su mesa, va saludando a los que se convierten en sus parientes por afinidad laboral, y que hacen que, con una simple broma, un consejo, o un recordatorio sobre una tarea que había olvidado terminar, la jornada se haga mucho más fácil.
Cuando los compañeros van más allá de la mera proximidad del puesto de trabajo, se convierten en un amigo; en alguien que significa algo más que una simple excusa para no sentarte solo en una barra del bar.
Hoy firmará el documento de formalización de su cese administrativo: un simple papel que viene a decirle, nada menos, que aquí acaba su vida laboral, que adquiere la condición de jubilado y que, mañana, hablará de todos los que ahora le rodean como sus excompañeros.
Cierra los ojos, y a su mente acuden infinidad de nombres, caras, voces; tantas y tan distintas formas de ser….Así mismo, sin apenas esforzarse, se le aparecen innumerables expedientes, documentos y plazos anotados. Sumado a lo anterior, el tablón de anuncios donde alguien colocó una fotografía de grupo que delata cómo de jóvenes llegaron a ser, el murmullo hecho villancico de las risas y los buenos deseos en Navidad, el abrazo del que se fue a un destino diferente, forman un rosario de acontecimientos que le embarga, que le quema, y que le cuesta disimular a lo largo de esta última jornada.
Tras las efusivas despedidas, consciente de que es el único que no habrá de madrugar para volver a un puesto que ya no le pertenece, tan sólo se lleva la gastada agenda donde ha ido anotando direcciones y teléfonos de aquéllos que fueron sumando trienios junto a él a lo largo de una vida excesivamente rápida en su discurrir pero que, afortunadamente, aún le reserva nuevas metas e ilusiones.
Entre las páginas de su agenda descubre la amarillenta fotocopia que le regaló un compañero, hace años jubilado, conteniendo el poema del argentino H. Lima Quintana, “Gente necesaria”, algunos de cuyos versos así cantan:
“Hay gente que con sólo decir una palabra
enciende la ilusión y los rosales,
que con sólo sonreír entre los ojos
nos invita a viajar por otras zonas,
nos hace recorrer toda la magia.
………………
Hay gente que con sólo abrir la boca
llega hasta todos los límites del alma,
alimenta una flor, inventa sueños,
hace cantar el vino en las tinajas
y se queda después como si nada.
Y uno se va de novio con la vida
desterrando una muerte solitaria,
pues sabe, que, a la vuelta de la esquina,
hay gente que es así, tan necesaria”.
Cargado de melancolía, pero sin tristeza, el hoy jubilado se encamina hacia su casa en la seguridad de que le bastará volver una esquina para encontrar a aquéllos que siguen siendo necesarios en su vida. Tan necesarios como él para ellos.