Mi Soledad del Jueves

José Miguel Carretero Escribano

Este artículo ha sido también publicado en la Revista “Soledad” de la V.H. de Nuestra Señora de la Soledad (del Puente).

Me asomo, conmovido y feliz, a esta Revista. Gracias por vuestra amable invitación, un honor, un amor. Y vengo para hablar, escribir, de mi Soledad del Jueves: es que es así como la nombro y siento, con ese posesivo siempre compartido y jamás excluyente.

Entro en San Antón, puerta del Cielo, con sus tres Vírgenes benditas, definitorias de la Cuenca amada. Saludo a Las Angustias y La Luz. Y avanzo hasta llegarme ante el retablo y a los pies de La Soledad, tan venerada, tan admirable. Y no puedo ni quiero separar el Arte de la Fe.  

Reafirmo una vez más la inmensa suerte nuestra con las Imágenes marianas nazarenas que nos vivifican. Y claro que vuelvo a pensar en Luis Marco Pérez, en qué fulgor genial lo abrasaría para obrar el milagro y ver, y hacer, hasta acariciar la faz materna, dolorida y serena, bellísima y gloriosa, de esta Virgen, María, Soledad.

Ahora estoy yo ante la Imagen. A solas. A Ella acogido. Y en esa penumbra ideal de las horas tempranas, con la Iglesia aún vacía, todavía por llegar las primeras liturgias del nuevo día, afloran sentimientos y recuerdos.

Y me veo muy niño cruzando el puente, de la mano de mi padre, al casi mediodía de un radiante Jueves Santo, para entrar en el Templo enhiesto y fabuloso y recorrer los Pasos, ya prestos, ya recién puestas las fragantes flores sobre las preciosas andas de La Soledad. Era ritual y maravilloso. Todo por llegar, a punto y en su punto.

Luego, en la tarde de luz e incienso, se me hacían interminables los Oficios en El Salvador, aunque estuviese allí mi Cristo, porque mi mente estaba intuyendo esa Procesión que ya subía en zigzag por el Escardillo y el corazón se me aceleraba al ritmo del sonar de los tambores colándose rotundo por las ventanas de la Sacristía. Terminada la Misa, salíamos por fin al encuentro del cortejo en San Felipe (en mi casa se decía, a la antigua, Los Oblatos), para incorporarnos humildemente detrás de la Virgen y a su paso, camino de la Plaza Mayor.

Íbamos con Ella hasta la portada misma de Palacio, que es como los castizos vecinos del Vati llaman garbosamente al Obispado. Pasábamos, ya con la Virgen colocada y quieta, y ordenaba mi padre: “Ponte ahí, que te saque una foto delante de La Soledad”. Y en esa añeja instantánea hoy sigue estando todo, compendiado y purísimo.

Después vinieron adolescentes Jueves Santos gloriosos, aún nazareno de la orilla y de paisano, haciendo desde fuera más kilómetros que el de la capa morada, para arriba y para abajo, con el ansia de todo quererlo abarcar. Casi lo conseguía, discreto y obediente, sin molestar ni cruzar. Y me asombraba el esfuerzo tremendo de los banceros, en especial cuando la Soledad estrenó su palio.  

Seguí creciendo conforme ya envejecían mis mayores más queridos. Todavía yo muy joven me llegó, sin esperarlo ni por lo más remoto, el Pregón, año mil novecientos ochenta y siete. Y para ese crucial trance, dificilísimo y único, sufrido y disfrutado, me vinieron a alumbrar, providenciales, los mentores admirados, con su preclara ascendencia. Así, Paco Belinchón, sastre familiar, apasionadísimo piropeando a su Imagen del alma: “¡La mejor, la mejor!”. Punto. Así, Rafa Benita, que me entró de frente y apretando: ”¡A ver qué le dices a mi Virgen!”. Pues me inspiró directamente y transcribí, literal, esa frase apremiante, suya y ya mía. Escrita está. Ahora sigo dialogando con él, de tierra a Cielo.

Ya a principios de los años noventa del veinte, comencé a salir en el Jesús del Puente, inscrito al abrigo del gran Salvador Zanón, padrino y referente, y con Lorenzo Carretero de Secretario y factótum. Lo tuve claro desde el principio, bien enseñado y convencido, y así seguiré, recto y seguro: todas las Hermandades del Jueves tienen que actuar juntas, ser una sola, como se muestra y proclama en la Archicofradía y bajo las andas del magno Cristillo de las Misericordias. Paz y Caridad.

Y en ese fascinante caleidoscopio nuestro de colores, de luces y capuces, al unísono pasiones y cruces, está la esencia. Y nadie es más que nadie. Y no hay más que un Señor, mostrado en ocho Pasos. Y no hay más que una Virgen.

He actuado en consecuencia. Siempre. Es que no debe ser de otra manera: yo no podría; ni quiero. Por eso me siento en paz y también muy honrado y agradecido por el cariño, desde luego que muy exagerado, con el que me tratáis.

Naturalmente, confieso añorar aquellas multitudinarias puestas compartidas de los Lunes Santos, ese trajín de colmenar, que así lo veía yo, el bullicioso acarreo de banzos y andas, con su inevitable dosis ruidosa, calmada en caso extremo por algún siseo desde el puente de mando. Juntos, revueltos y bien avenidos, obrábamos a la vez el anhelado rito en su punto y lugar.

Me quedo, de esas horas, con la emoción máxima cuando se abría la puerta de la Sacristía para sacar a la Virgen, ya revestida por Doña Leonor y por mi muy apreciada Blanca. Ahí se hacía el silencio total, mientras nos apartábamos para hacerle camino. Relucía la corona, brillante como las esperanzas.

Ahora paso al gran día, a la gran tarde, del Júcar y del Puente: Jueves Santo divino. Y repaso media vida, para detenerme en detalles íntimos. Así, siempre llevo puesto y bien ajustado el reloj de la Soledad, ese que me regalasteis al final de una charla que os di en la bonita sede de la Hermandad, en Santo Domingo; me lo entregó Luis Ángel, con Miguel a su vera. Disfruto enseñándoselo, cuando nos damos los primeros abrazos, de morado y morado, de morado y negro.

Sigo, aún, siendo bancero del Jesús, más de tres décadas seguidas. Y, sin falta, justo antes de salir, con el Paso ya encarado hacia la puerta, me vuelvo para rozar con los dedos las andas de la Virgen y santiguarme: ahí tienes a tu hijo; ahí tienes a tu Madre.

Luego en las paradas, con la horquilla en su sitio y sujetando vaivenes, me giro para buscar el Guión negro, alto y afilado, primero muy cercano y después más separado conforme se estiran y colman las crecientes filas, pero bien visible. Y en la recta larga de Carretería es un gozo inefable el poder divisar muy al fondo a la Virgen.

Antaño, con el recorrido antiguo, hacía lo propio antes de afrontar nosotros la curva de la Audiencia, con el árbol del amor como testigo en flor: la Soledad se recortaba atrás entre verdores de los chopos del río y del poeta, en un encuadre insuperable de celestial claridad. Y repicaban, mientras, las campanas el Gloria, cantarinas con lengua de metal…

Es la Plaza Mayor punto de encuentro. Ya están todos los demás Pasos colocados en hilera, enseñando el Evangelio según Cuenca, cuando tus ojos se dirigen a los arcos, pues proclaman las agudas cornetas que la Virgen entra. Y la ves acercarse entre el gentío, ya encendidas las primeras amarillentas luces y ganando las tulipas resplandores.

La saludas. Le rezas. Y lo mismo haces después, al iniciar el regreso. Desfilas ante Ella en la primera tirada y nos contempla pasar, ya dispuesta con la blanca fachada de la Catedral a su lado. Y nos bendice.

Escojo, en la bajada, un especial momento conforme yo lo vivo desde el Jesús. Es a la altura de la presente sede de la Junta y del Museo, Casa de los Girón y Cañizares, apurando Andrés de Cabrera hacia la Puerta de San Juan. Se ordena el silencio absoluto. Calla la Banda entera; ni siquiera marca el compás la caja: es que arriba está llegando la Virgen frente al Coro que la espera sobre la escalinata pétrea.

Pronto lo escuchamos con un Stabat Mater doliente y sanador. Y a sus ecos  llevamos Cuenca abajo al Nazareno, con la cruz, andando; nosotros deslizando suavemente los pies y sin casi apoyar las horquillas, hasta del todo enmudecerlas. Es homenaje. Es sentimiento. Y es la verdad entera.

Aguardará la vencida medianoche en el Puente. Y allí será el último cruce de miradas, ése que supo captar en magistral secuencia Alejandro para el video de la Hermandad: la entrada del Jesús vista desde los ojos de la Soledad, párvula y pura.

Jueves Santo. Procesión. Todo el infinito en ocho horas de eternidad: “Capuces negros anunciando el luto, de la tarde a la noche en la ciudad, mientras suena en el alma el Miserere: es la Virgen del Puente la que avanza, mecida entre varales cimbreantes, acunando la pena que la hiere”.

Escrito queda y vuelve, como la frase perenne y predilecta, ahora en interrogante: ¿Qué le dices a mi Virgen?. Pues a mi Soledad del Jueves le digo que la quiero.

                             Cuenca, noviembre de 2024.