Pedro Saugar Segarra
Carlitos, cada hijo de vecina lleva sus gafas, no me seas corto de vista, decía mi abuela.
Por eso me propuse ver esta Semana Santa con los ojos de Iryna, como si fuera la primera vez.
Aunque lleve veintidós años de nazareno, y me inscribieran en la Virgen antes que en el Registro Civil, como a tantos.
Aunque me sepa de memoria todos y cada uno de sus momentos. “Yo ser muy de momentos”, me confesó nada más llegar a casa, cuando aún sus pupilas verdes (como el capuz de la Esperanza, pensé) parecían gritar socorro, y no paraba de agradecer.
Aunque me cueste disociar cada imagen de esa infancia que siempre vuelve en primavera, filtrándose por las ojeras viejas del capuz con el polen salvaje de la cera ardiendo.
Es lo menos que podía hacer por ella.
“Tienes el pelo igual, pero rubio”, le dije el martes, cuando salió el Medinaceli, antes de contarle que de chico mi abuela me llevaba frente a San Felipe una hora antes, para ver en primera fila cómo lo bajaban por la escalinata a los sones del himno. Y que más de una vez discutió si alguno se nos ponía delante, hasta algún paraguazo de advertencia le vi arrear, menuda era.
Y se reía.
Me gusta la risa de Iryna. Me hace sentir bien.
Sentir que todo cobra sentido.
Hay veces que hacemos las cosas porque toca, porque es el momento y el lugar de siempre, sin más.
Hay veces que no somos capaces de ver más allá.
Por eso me hacía tanta ilusión vivirla en sus ojos nuevos.
Igual me paso de pesado, todo el día con el ¿te gusta?, con el ¿lo entiendes?, con el ¿te cansas?
Como esta madrugada. Cuando llegamos a la vieja herrería, abriéndonos paso a duras penas entre la multitud, me pareció verla agobiada. Ni el resoli que nos pusieron dentro logró que parara de temblar. Ante mi insistencia, me confesó que, poco antes del primer ataque a su ciudad, notó lo mismo.
Electricidad, me dijo (hablaba español a trompicones, sin conjugar, lo aprendió en la escuela). Yo ser un poco bruja.
Y se reía.
Cuando, al poco, la algarabía confusa que nos recibió se transformó en un bramido de tambores chirriado por clarines, pegó tal respingo que todos se giraron hacia nosotros. Antonio, en plan director de orquesta (¡qué gran jefe de banceros!), intervino al quite, guiñándome el ojo.
—Ya está fuera el Jesús, vamos preparándonos, chavales. Charli, sujeta a tu ucraniana, que se te desmaya.
Todos rieron, empuñando impacientes sus martillos, mientras Sito avivaba la fragua y los del coro enjuagaban las gargantas, afinando. Eran amigos de mi tío, le explicaba, unos yonkis de la Semana Santa, hasta crearon una hermandad de chavales, cuando estudiaban. Eduardo, Marcos, los Javis, Angelito… Y un buen día (1997), pues no paraban de maquinar, se les ocurrió reabrir la última herrería de Cuenca para arropar a la Soledad del frío de la mañana, resucitando al antiguo gremio.
Mientras trataba de explicarle el sentido de esa turba que se agolpaba ante el guión, y que a duras penas le permitía avanzar, como intentando detener entre burlas la vida que se nos escapa, me sorprendió de nuevo.
—En Mariúpol todos así, cuando tren llegar, y madre empujar arriba, y yo no poder llorar del miedo.
Menos mal que cuando se me abrazó todos estaban ya en posición, sobre los yunques.
Nadie se rio.
Fue asomar por la curva de San Vicente los capuces negros tras San Juan, y el eco de la turba, ya lejano, se diluyó en un silencio punteado por el martilleo rítmico (¡Tan tan tan! ¡Tan tan tan!).
La cabeza de Iryna giraba en plan periscopio loco, como queriéndose desdoblar.
Dentro, recortándose a contraluz del fuego, padres, hijos y sobrinas acompasaban a golpes secos la solemnidad de la bajada.
Fuera, el Encuentro avanzaba lento entre sus velones, al son de los herreros, desfilando de marco a marco de la ventana, como en un cartel anunciador móvil.
El primer viernes santo de mi vida (le conté entonces, sin venir a cuento) a mi madre casi le da un soponcio, cuando me vio aparecer en brazos de mi abuela con mi capa azul de las Angustias, mi cruz en la mano y mi chupete en la boca. Entre ella y mi tía me habían cosido todo a escondidas, menuda era.
Y se reía.
En el instante en que el coro se arrancó, dejó de reír.
OH SOLEDAD
LA MADRUGÁ TU AMARGURA ACOGERÁ
SOLA EN TU LLANTO NO ESTARÁS
EL FUEGO Y LLAMA ALIVIARÁN…
Cuando, en carne viva, me cogió la mano, me dieron ganas de ponerlas sobre el yunque para que un martillo las herrara.
Pero me contuve, como tantas veces.
Fuera, el palio de la Virgen se bamboleaba aún mientras, empalmando con la melodía del motete, la banda atacaba “Al capataz” de Pepelu, con los martillos apoyando la sección rítmica (hierros y metales).
Al acabar, los herreros se abrazaban dentro, conscientes (tal vez) de que la historia debe ser ese recuento de momentos que por sí solos detienen el paso invisible del tiempo, que no dejamos de llevar a hombros siempre, en silencio.
Y que el silencio está para ser roto.
Igual que rompen tambores y clarines al alba mientras avanzamos con nuestra cruz a cuestas, hendiendo hasta el final el corazón del ruido.
Igual que rompen los martillos el compás de los segundos vacíos. Esos que nos van chorreando cera dentro, como una tulipa del alma, hasta apagarnos.
Amanecía ya por los tejados de la Puerta de Valencia.
Tengo que llamar a casa, me dijo. Madre debe saber.
Los ojos le brillaban.
A mi abuela también le brillaban los domingos finales, cuando contemplaba la suelta de palomas desde el balcón de la Plaza de Cánovas, y la luz destellaba el manto nuevo de la Virgen del Amparo (seguro que sigue asomándose desde allá, y a paraguazos si se tercia, menuda era).
Y se reía.
Publicada originalmente en la revista Gólgota 2023