F.J. Moya del Pozo
Hoy, veintitrés de mayo, es nuestro aniversario; ese acontecimiento que apenas pasaba por nuestra vida como un día más, dentro del acontecer cotidiano, entre los colegios de los niños, el trabajo y la programación de los fines de semana; aparentando que cada amanecer hace tiempo que dejó de ser un acontecimiento extraordinario.
Y, sin embargo, salgo del trabajo y me encamino a casa, pensando que hoy sí es un día especial; no sólo porque Ella me esté esperando (siempre lo hará), sino porque, a cada instante, se dan las mínimas circunstancias para hacer tu vida un poco más plena y digna de ser agradecida.
Me despido de un amigo, gran profesional, a quien todos lo admiran, inteligente, y quien ha ganado el aprecio de todos los que han trabajado con él, pues su categoría humana ha superado, aunque parezca difícil, a sus conocimientos y entrega. Hablamos, acompañados de lo que espero que no sea nuestra última cerveza, de nuestras esperanzas y nuestro pasado compartido.
Quince minutos dan, en ocasiones, para expresar lo que en años hemos ido aprendiendo de la vida.
De camino a casa, saludo a la madre de una compañera del colegio de mi hijo pequeño, en tiempos prehistóricos, quien me dice que le transmito, en cada uno de mis artículos que lee en Voces de Cuenca, la profunda tristeza que aún conservo; aunque entiende que, si la escritura puede ser una válvula de desahogo para mi dolor, hago bien en así expresarlo. Quedo pensativo, pues mi deseo no es transmitir tristeza alguna al escribir, pero tampoco ocultarla cuando así lo sienta; si bien le reconozco que la escritura, como también la lectura, han supuesto una gran ayuda en los momentos más difíciles.
Al hilo de todo esto, mientras escribo, escucho “After the Rain” de Emilie Schiott, y recuerdo el documental que han realizado las tres hijas del cantautor aragonés Labordeta, de cuyo título me sirvo para encabezar estas líneas: “ Los armarios no se vacían sólos”. Sobre el tema ya han escrito autoras tan consagradas como Irene Vallejo o Rosa Montero. Y he de confesar que, al menos en lo que a mí concierten, aciertan de pleno. El armario de Mar, a pesar del tiempo transcurrido desde la terrible noche de noviembre del 2020, permanece igual; conservando blusas, pañuelos, pantalones y zapatos, dispuestos a ser usados, en cualquier momento, por quien tan delicadamente los dejaba siempre guardados.
En un primer momento, el evitar la simple vista de esos objetos personales constituía una mera defensa ante el desgarro de una ausencia inevitable que se hacía imposible de asimilar y que me llevaba a cerrar la puerta del armario urgentemente; bastantes meses más tarde, el dolor era menor, pues la herida se iba cerrando, pero quedaba la cicatriz, suficiente para dejar el ánimo por los suelos; y, por último, quedaba en mi mente el pensamiento de que mientras conservara sus pertenencias, Ella permanecía conmigo. Hasta el punto que le escribí, pasado casi un año:
Dime Mar el lugar donde guardaste
mi alma, mi corazón y mi alegría;
de sobra sabes que soy un desastre
y, sin ti , a cada instante los perdía.
Dime por favor donde los dejaste,
los busco hace más de trescientos días.
Abro tus armarios y llena el aire
ese tu perfume de menta y lima
que me embarga y que lleva a que me abrace
al ayer, preso de melancolía.
En fin, no sé; estoy de acuerdo con las hermanas Labordeta de que los armarios no se vacían solos; pero creo firmemente que ese vaciado debe efectuarse cuando llega el momento; nunca antes ni después; es decir, cuando estemos dispuestos a ello; cuando la memoria de su propietario ya no nos lacera, sino que nos sirve de acicate para seguir adelante, agradeciendo cada día que compartimos con el ser amado.
Hasta entonces, cada objeto que permanece en el armario será un trozo de nuestra existencia; porque, con el tiempo, sólo vivimos en aquéllo que compone nuestra memoria.
Afortunadamente.