La mascarilla ideológica

Ramón Rodríguez Rubio

De entre las múltiples devastaciones que ha generado el coronavirus sobre la vida y la hacienda del sufrido españolito, la de nuestra confianza en las administraciones que nos circundan ha sido la más previsible y el tratamiento no acierta a dar con la solución de nuestras cuitas cuando la mascarilla que se opone a la infección es ideológica. La politización de la gestión de la pandemia no puede sino llenar de estupor al espectador imparcial, que contempla llegar la segunda oleada de contagios entre el fragor de las cuchilladas de los responsables públicos cuyo afán principal es echarle al de enfrente la culpa de su propia incompetencia. El panorama no es nuevo y en la actualidad se libra la segunda batalla de una guerra que comenzó en marzo suscitada entre las estrategias de propaganda de los partidos, cuyas armas fundamentales han sido siempre el control de la justicia y de la opinión pública para que la depuración de las responsabilidades sea sólo aparente en aras de la victoria final que pasa por el mantenimiento del poder.

La cuestión sería de menor importancia si los tiempos fueran de bonanza. España se ha acostumbrado a sobrevivir a décadas de gobernantes corruptos, tolerando los escándalos como quien se echa a la espalda las trastadas del hijo díscolo, y de los GAL a la Kitchen, de Filesa a la Gurtel, de los ERES al tres per cent, el ciudadano se ha tragado con mansedumbre la corrupción nacional inveterada, como un elemento consustancial del paisaje que era generalmente aceptado siempre que no se jugara demasiado con las cosas de comer. Pero cuando los rifirrafes de aquéllos a quienes en mala hora votamos afectan a la salud pública y al futuro de nuestros hijos, la cosa adquiere una dimensión distinta para instalarse en la amarga sensación de que la peor catástrofe de este siglo está siendo manejada por los peores políticos de la historia, una conjunción astral de gente sin criterio que toma decisiones con un ojo en la pandemia y otro en su futuro electoral.

El campeón en la gran estrategia de imagen que le hace seguir al frente de las encuestas cincuenta mil muertos después es el presidente Sánchez, que tras incentivar la movilidad después del confinamiento proclamando a los cuatro vientos la derrota del virus, vio clara la jugada y se cruzó de brazos para que ante los nuevos rebrotes de la epidemia que traspasa las fronteras y requiere una lucha común de todas las instituciones, esta vez fueran los presidentes autonómicos los payasos de las bofetadas. Sus gurús sabían que la presidenta de Madrid oficiaría de clown destacada en el circo de incapaces al frente del cotarro y Díaz Ayuso no les defraudó, improvisando su habitual discurso caótico en el que se puede criticar el retraso inicial en la adopción de medidas por el gobierno, calificar como dictatorial el mando único durante el estado de alarma, reclamar plenos poderes para avanzar en la desescalada y, al asumirlos, no reforzar la atención primaria ni organizar adecuadamente un sistema de rastreo eficaz para evitar el aumento exponencial de los contagios. En su lugar, desplegó el manoseado recurso de la criminalización del personal, una explicación ininteligible que hablaba de Madrid como rompeolas de todas las Españas para justificar su inacción, remedando aquella explicación de Carmen Calvo cuando atribuía nuestra condición de líderes en número de fallecidos a un problema de latitud.

Finalmente, cuando nuestra lideresa se vio inerme ante la segunda oleada, ensayó un último volatín bajo la carpa para reclamar sin rubor la ayuda de Sánchez y entre sus respectivos asesores montaron la mascarada de las banderas a fin de que se notara menos la desfachatez de su gestión. Sin pretenderlo, los diseñadores de la pantomima hermanaron a ambos próceres en una foto que quedará en la historia del esperpento nacional, los que debieran ser héroes definitivamente reflejados en los espejos cóncavos del callejón del Gato, gerifaltes de una tropa de mandatarios infames con los que tenemos que ir tirando, sin contar siquiera con modernos valleinclanes que nos permitan sobrellevar con su talento el sentido trágico de la vida española.

España es una deformación grotesca de la civilización europea, que diría Max Estrella, quien hoy se volvería a morir de frío y de vergüenza, contemplando cómo por el escenario patrio evolucionan ministros que aseguran seguir las instrucciones de comités de expertos inexistentes al frente de los cuales comparece cada día un tipo doctorado en el arte de errar el diagnóstico y a pesar de todo acabar convertido en icono mediático, consejeros autonómicos que cabalgan elefantiásicas curvas estadísticas con la displicencia de los soldados que surfean bajo las balas en “Apocalipsis now”, vicepresidentes que pretenden aprovechar el caos para malbaratar el ideal republicano y líderes extremos a la caza de votantes preparando mociones imposibles, independentistas irredentos que siguen persiguiendo su causa a pesar de todos los cadáveres y mentirosos profesionales que esgrimieron en marzo la necesidad del estado de alarma para acabar limitando nuestros derechos por orden ministerial.

Mientras tanto, nosotros los de entonces, nunca seremos los mismos. La epidemia ha socavado la mejor sanidad del mundo, ha puesto en cuestión la sociedad de bienestar que nos abrigaba, ha quebrantado la seguridad jurídica en lo que sin duda es ya un estado fallido. Los ciudadanos que consentimos la abolición de la primavera y atravesamos indemnes el verano del miedo, nos enfrentamos a un otoño confuso en el que la historia se repite como farsa que contemplamos asombrados, abocados a soportar la crisis económica más profunda de nuestra historia en espera de la vacuna que nos saque de esta pesadilla. Es probable que la inyección nos inmunice contra el virus, pero si seguimos pertrechados tras la mascarilla ideológica, será difícil que nos inocule la madurez democrática necesaria para comprender que sólo nosotros somos los dueños de nuestro propio destino.