F. Javier Moya del Pozo
Helena, rebuscando entre los papeles de sus padres para localizar la cartilla del banco y comprobar si les habían ingresado la pensión, se encontró con unos folios ya amarillos, con letra desleída, casi borrada, pero indudablemente perteneciente a María, su madre, y que le resultaron vagamente familiares, pues le llevaban a su infancia y adolescencia. Eran unos versos que habían estado enmarcados en un portarretratos hecho a mano por María, y que presidió durante muchos años el cabecero de la cama de Helena, junto a un peluche y una foto de los cuatro miembros de la familia.
Éste era el poema:
CANCIÓN DE CUNA PARA HELENA
Duerme mi vida, duerme con la nana
de versos que en tu cuna voy poniendo;
sueña mi amor, sueña, y cuando lo hagas
serán tus sueños un sol en invierno.
Suéñate jugando, a gatas en casa
tirada junto a tu hermano, en el suelo;
suéñate Helena, querida y amada,
ligera y feliz como ave en el cielo.
Pues así yo te sueño, y ensoñada
veo dar tus primeros pasos, lentos,
y en mi mente se escuchan las palabras
que, embobada, tan solo yo te entiendo.
Toda tu vida quisiera soñarla
para así, hacerte un fácil sendero
donde tus huellas quedarán marcadas
con rastros de risas y besos tiernos.
En las noches con la luna más clara
inventaré para tí largos cuentos
de dragones, de princesas y de hadas:
su magia e ilusiones serán los nuestros.
Pasearemos por el bosque descalzas,
correrás detrás de mí, siempre riendo;
y, cuando mayor, yo ya peine canas
tú serás sostén de mi torpe cuerpo.
Y al igual que tú ahora ya me llamas
reclamando caricias y sustento
será tu madre quien te busque parahacer frente al duro paso del tiempo.
Mirándote, tan próximas las caras
de tu respiración ya me alimento;
no hay dolor, ni cansancio, ya no hay nada:
sólo el amor por ti lo que yo siento.
Los versos, escritos por una María recién dada a luz de la propia Helena, habían quedado en el dormitorio de la casa familiar cuando ésta se marchó a la universidad y, desde aquí, a diferentes ciudades donde ejercer como profesora. El espejo del dormitorio de sus padres le reflejó la imagen no de una mujer entrando en la madurez, sino de la niña que miraba todas las noches un portarretrato donde alguien le decía que le quería, y que ese amor era capaz de eliminar el dolor y el cansancio provocados por la reciente maternidad.
Con lágrimas en los ojos, Helena fue a sentarse al lado de María quien, absorta, estaba siguiendo un anuncio de la teletienda; y, cogiéndole de la mano, le dijo:
«Cuando me cogías de la mano, en mi niñez, mis pesadillas nocturnas desaparecían, y la calidez de tu voz me llevaba a un sueño tranquilo y feliz. Cuando me cogías de la mano, en mi primer día del cole, o cuando me operaron de anginas, mis angustias desaparecieron, pues mi madre estaba conmigo, y nada malo me podía pasar. Cuando me cogías de la mano, en momentos de incertidumbre de los exámenes, o en la duda sobre mi capacidad de aprobar las asignaturas, tu seguridad pasaba a ser la mía. Y, sin embargo, yo ahora no te cojo de la mano, cuando te despiertas desconcertada, ignorando el día o el mes en el que nos encontramos; cuando sabes que los dolores, aunque no extremos, se han convertido en eternos acompañantes de tu cuerpo; cuando evitas salir a la calle, porque temes a los adoquines sueltos en las aceras, como trampas acechantes, a los pasos de cebra y a los conductores impacientes con tu lento caminar; y temes, sobre todo, que tus rodillas no te sostengan más allá de cinco minutos de paseo. Y no te cojo de la mano cuando tienes una mala reacción ante cualquier nimio inconveniente doméstico, o ante mi ausencia durante unas horas, o, cuando la incertidumbre del devenir diario acrecienta tus temores que te impiden disfrutar de la vida. Y quiero pensar que, si no te he cogido de la mano durante todo este tiempo ha sido por mi dificultad en ver que lo necesitaras; por querer negar la evidencia de tu ancianidad y quebranto físico y anímico; por engañarme diciéndome que nuestra madre siempre ha de ser generosa, risueña y dispuesta para atender nuestras preocupaciones, y hasta nuestras necesidades más superficiales, cuando no verdaderos caprichos»
Y le dijo que le quería, que ya no tuviera miedo por sus achaques, ni por la dificultad para recordar o para andar, y que jamás, jamás, se sentiría sola. Todo esto se lo expresó sin palabras, sin hablarle. Sólo queriéndole, aceptándole como era ahora, como su madre; asumiendo que esa anciana era la misma que le escribió aquéllos lejanos versos desde un sentimiento maternal de ternura que perduraría toda la vida. Simplemente tomándole de la mano.