Ramón C. Rodríguez
La revelación del escándalo de las conversaciones jaqueadas a Luis Rubiales y Gerard Piqué, Rubi y Geri para el siglo, pone en escena esa cultura capitalista consolidada en nuestros usos sociales que invariablemente acude al tráfico de influencias para aumentar el beneficio económico. Es España un país propicio para que la envidia inveterada inscrita en nuestro carácter demonice al triunfador y considere sospechosa la acumulación de montañas de dinero. Piqué lo pone aún más fácil gastando esa imagen de futbolista sobrado y faltón, perdonavidas habitual de las redes sociales y opinador implacable de los vicios ajenos, empresario de éxito capaz de ganar un mundial, emparejarse con una rutilante estrella de la música, cambiar la fórmula de competiciones varias y elevar su cifra de negocio al mismo tiempo.
Sin necesidad aparente de cultivar sus amistades peligrosas para llegar a fin de mes, la única explicación posible para que Rubiales y Piqué obviaran el evidente conflicto de intereses presente en la operación, no pudo ser otra que la codicia y el regodeo en la desfachatez de considerar que todo lo que no es ilegal es ético. Esa capacidad de autoindulgencia llevó después a ambos personajes a pasearse ante los medios, presumiendo de las ganancias obtenidas para su peculio porque coincidían con el beneficio de toda la federación y del fútbol modesto cuyos jefecillos garantizan casualmente la permanencia en el poder del gerifalte mayor. El bochorno fue completo cuando el heredero de Pablete Porta y Pedrusquito Roca, el sucesor del “villarato” que siendo el jefe de los árbitros, cobra más si Real Madrid y Barcelona se clasifican para la Supercopa, se permitió alabar las virtudes catárticas del contrato alcanzado con la satrapía saudí. Sobre la carga de tener que convivir con esta laya de inmorales, hemos de soportar además que se proclamen adalides de un feminismo reducido al hito de que a la mujer árabe se le conceda acudir a un partido, para seguir siendo ninguneada cuando el show de Rubiales eche el cierre a la función.
El fútbol no es más que el espejo de la sociedad y Piqué, un trasunto de esa casta de instalados por la que transitan el hermano de Ayuso, el primo de Almeida, el marido de Calviño, los padres de Sánchez. El mundo de los negocios es amplio y multifacético, y es difícil creer en el azar como guía para que la trayectoria profesional del pariente que pasaba por allí y las necesidades administrativas coincidan con tanta frecuencia, sobre todo en un momento histórico de emergencia pandémica en el que la adjudicación directa era la norma, y la urgencia, el pretexto inmejorable para la falta de control. Los nepotes de esta época se asoman demasiadas veces al tráfico mercantil, en donde la confusión entre lo público y lo privado genera una meritocracia de contactos en la que estar bien relacionado equivale a la mejor oferta.
El clientelismo que nos anega está concebido para funcionar en ambas direcciones, y el fin de fiesta suele conducir a una puerta giratoria donde el agraciado se enreda sin pudor en espera del cobro de los servicios prestados a través de la pingüe poltrona de un consejo de administración. Es una querencia al atajo que se manifiesta en todos los ámbitos de esta españita nuestra del enchufe y el sobre, del convoluto y la mordida, en donde quien no tiene padrino no se bautiza y llevárselo muerto es el deporte nacional. “Siglo veinte, cambalache problemático y febril, el que no llora no mama y el que no afana es un gil”, decía el tango de Santos Discépolo, que hoy sigue vigente casi cien años después de su creación, pues para qué estrujarse el caletre y laborar de sol a sol si con una llamada a la persona indicada, se puede triunfar jugando con ventaja.
Decía Cicerón que la victoria es arrogante por naturaleza, pero tenía más razón Séneca cuando sentenció que vencer sin peligro es ganar sin gloria.