Pocas veces como hoy he dudado tanto al empezar a plasmar en palabras lo que siento, cuando atravesamos este tiempo de dolor y desazón, en medio de una realidad terrible que cada día nos trae noticias de hermanos que enferman, de tantos que abandonan este mundo, sin poder ser despedidos por todos aquellos que los llevan en su corazón, arrasados por esta pandemia inhumana que no quiere entender de sentimientos.
Y hoy, en medio de esta angustiosa travesía, es Jueves Santo.
Desde el balcón de mi casa adivino el lateral de la fábrica y el bello alzado del cimborrio de la iglesia de San Antón, faro espiritual para muchos conquenses que, cual metáfora traída por el paisaje urbano, casi queda oculto a mi vista entre la frondosa arboleda de los jardines del Hospital de Santiago, durante largas centurias lugar principal de curación y convalecencia en la ciudad de Cuenca.
Fue en la tercera semana de Cuaresma cuando la preocupación creciente avanzó de hora en hora hasta el estado de alarma y el confinamiento, días en los que debían celebrarse los actos y cultos en honor de Nuestro Padre Jesús Nazareno del Puente, suspendidos tras la primera misa de triduo ante el rápido agravamiento de la situación, que dejó a la venerada Imagen de Jesús y a las del Paso de El Auxilio a Nuestro Señor Jesucristo en sus altares ante el presbiterio.
Vimos ascender el número de contagios y de muertes jornada a jornada, al tiempo que incrementábamos precauciones y aumentaba la conciencia de la envergadura de lo que estamos enfrentando, y con ello casi perdimos la cuenta de que la Semana Santa llegaba, de puntillas bajo la oscura sombra que proyecta el vacío de nuestras calles y plazas, centrados como estamos en esta lucha silenciosa desde la trinchera de nuestros hogares, rebosante de coraje para aquellos que la libran en primera línea, mirando cara a cara al invisible enemigo.
El Viernes de Dolores tuvimos que recordar que no visitaríamos a Nuestra Señora en su santuario, que no guardaríamos turno desde la Cruz de los Descalzos para depositar la ofrenda de un beso en su manto, que en este amado rincón de la meseta no escucharíamos la voz del pregonero anunciando lo que vamos a conmemorar.
Pasaron noches y días, huérfanos de esa magia indescriptible y eterna que sólo se vive en las calles de Cuenca una vez cada año, cuando la primera luna llena de primavera dibuja la estela por la que camina la fe de un pueblo siguiendo a Cristo, acompañando a Su Madre.
No hubo palmas en San Felipe recibiendo a Jesús, ni Siete Palabras que nos consolasen, no estuvimos en las aceras cuando desde la Puerta de Valencia la procesión del Martes es más íntima y nuestra. No se vistió la calle de blanco bajo la verde silueta de los olivos.
Y hoy es Jueves Santo. Cita del alma, sentimiento abierto que ahora es casi herida, sabiendo que no nos revestiremos, que no habrá espera, que nuestras Imágenes reposan en el silencio de la penumbra del templo vacío, que las tulipas no serán Su senda.
El hombre del siglo veintiuno, el de la parte privilegiada de este planeta, queda desnudo y aturdido ante esta situación que vivimos, que rompe en pedazos la seguridad y comodidad que creíamos tener, pensando que las guerras, aunque sean contra un virus, eran cosa de otros tiempos o de distintas latitudes.
Mas somos parte de este mundo y continuación de su pasado, y debemos recordar que nuestras hermandades y cabildos atravesaron trances aún peores que el actual, afrontando la pérdida de hermanos y de todo su patrimonio devocional, conservando el del alma y el sentimiento, el único que no alcanza la destrucción, aherrojado en su corazón rebosante de fe por generaciones hasta este tiempo. Fueron nuestros ancestros, y ahora, más que nunca, son nuestro ejemplo.
Mi historia es una de tantas en esta bendita tierra, la de un niño que hace muchos años, con su primer hábito de paño morado, Lo vio llegar caminando sobre andas doradas; salió a su encuentro y supo que Él había venido a buscarle aquella tarde, que ya nunca le abandonaría, y, allí mismo, el pequeño le prometió que le seguiría siempre. Como incontables hermanos nuestros, que en este día sienten la congoja del desfile que no será, de no poder ocultar su rostro bajo un capuz, de no predicar Paz y Caridad y Misericordia en la calle, como quisieron aquellos franciscanos que dieron aliento a este culto público allá por el siglo XVI.
Nació la procesión como resumen de la Pasión del Señor, entonces del Cabildo de la Vera Cruz y Sangre de Cristo, andando los siglos también conocida como de los Santos Pasos, que vio surgir hermandades en su seno, incorporarse a otras, enriqueciendo su catequesis plástica y sagrada con nuevas escenas, hasta llegar a la Archicofradía que hoy une a siete corporaciones. Ese pasado, que forjó una particular idiosincrasia, y la devoción común a la querida Imagen del Santísimo Cristo de las Misericordias, explican buena parte de las muestras de afecto y de alegría por el reencuentro entre hermanos de diferentes cofradías, en los momentos previos al secular desfile que esta tarde extrañaremos.
Aguardan horas difíciles, en las que sentiremos el vacío de las más queridas vivencias, aún más doloroso tras la pertinaz y continua lluvia que en dos mil diecinueve obligó a suspender la procesión ya desde la mañana. Ahora sabemos que cambiaríamos el presente por aquel día, en el que al menos tuvimos la oportunidad de estar juntos, en nuestra iglesia, en torno a los Pasos, celebrando con intensidad la liturgia, para después compartir un sencillo bocadillo, el que estaba destinado para reponer fuerzas, que se convirtió en pretexto para un precioso tiempo de hermandad.
Hoy es Jueves Santo, y el cielo de Castilla se nos antoja menos azul y luminoso, empañado por la pena que se suma a la gran pena. La certeza de la dolorosa añoranza de lo que tanto amamos se añade a la tristeza que nos ocasiona el terrible sufrimiento que nos rodea.
Cierro los ojos y recuerdo la tensa espera, ese nudo en el estómago viendo salir los primeros Pasos que también son los nuestros, que sólo se ve aliviado cuando Lo miro y acaricio Sus andas, que se aviva y acelera el pulso en el momento de encarar la puerta, cuando a la orden del Capataz sostenemos el banzo a ras de suelo, saliendo Jesús a la luz de Cuenca con Su cruz casi acariciando el dintel.
En cuántos momentos de la tarde y la noche pensaré dónde estaríamos, sintiendo Su dulce peso, apretando el hombro y el alma, al compás de una marcha, lenta y cadenciosa como Su caminar, deseando que se alargue y, a su son, el tramo sin descanso. Pues cuanto más recia cae la madera sobre el bancero, más dentro se siente a Quién se lleva, se hace denso el silencio bajo el Paso y casi audible el latido de las almas bajo los capuces, marcando el compás con el que las horquillas se posan con mimo sobre la piedra.
Soñaremos con rezar un Miserere apenas musitado ante Su divino rostro, un Stabat Mater que rasgue la noche, y con esa sensación única que se produce especialmente en la bajada, cuando al abrigo de las sombras la procesión no tiene tiempo ni año, es eternidad en la que todos, en la tierra y en el cielo, acompañamos a Jesús y a su Madre, en un momento que pertenece al corazón mismo de la Semana Santa de Cuenca.
Y ese sueño será nuestro refugio, oración elevada desde nuestras casas; físicamente separados, unidos en comunión fraterna, implorando al Padre por tantos hermanos, para que Él sea camino hasta el cielo, alivio en la enfermedad, la soledad o la pena, fortaleza en la batalla contra este despiadado enemigo sin rostro, que siega alientos e ilusiones.
Pasarán la tarde y la noche, y será Viernes Santo, sin procesiones ni monumentos abiertos, sin gentes que acompañen en su duelo a María en el roquedal sobre el Júcar, y esta vez, más que nunca, nuestros corazones llorarán con ella.
Luego, pronto, muy de mañana, Él resucitará y nos dará la vida, la esperanza con la que tiene sentido la existencia, renovando el ciclo que no acaba y que nos llevará a la siguiente primavera. Será anhelada como ninguna, para seguir a Cristo, para que se haga su voluntad y no la nuestra, sin ser ya los mismos y sí más suyos, desde que aquella pandemia se llevase tantas cosas y nos dejase solos ante Dios día tras día, rezando otra vez como cuando fuimos niños y prometimos seguirle para siempre.