Jesús Neira Guzmán.
No sé si me asiste el derecho. Sí siento la responsabilidad de dar testimonio de un hombre que tuve el privilegio de conocer, no hace mucho tiempo si lo contamos en años, desde siempre si lo hago desde la amistad con la que me honró.
Ni intentaré siquiera, no siento obligación en ello, destacar la altura de Jesús Mateo Navalón en su vida pública, tanto desde las instituciones como desde la sociedad civil. Una impronta y trayectoria que está en la responsabilidad de eruditos e historiadores recoger para la posteridad.
Jesús es parte ineludible de la historia de Cuenca, la misma que con devoción atesoraba en su inmensa biblioteca.
No podrán los libros de historia dar cuenta de un sentimiento, el inmenso amor de Jesús Mateo por esta tierra, un amor que nacía del que profesaba a sus antepasados, y que ha depositado en sus hijos y nietos. Debo dar de ello testimonio en esta hora y lugar, porque de ese amor se inundaban nuestras conversaciones en el café con los amigos en “El Templete” de su querido parque San Julián.
No podrán los libros de historia dar fe de la altura humana de Jesús, pues solo a quienes tuvimos el privilegio de su amistad nos ha sido dado conocerla.
Y hablábamos también de la condición humana, dramática y oscura tantas veces. Y sigo pensando que la humanidad se redime en personas excepcionales como Jesús. Coraje, talento, valores y bondad, eso, y en grado sumo, encontré en Jesús Mateo.
Valores que trascienden el egoísmo y la mezquindad, coraje y talento para defenderlos, amor por los demás antes que por uno mismo.
Dice un buen amigo que hay seres humanos de luz. Así era Jesús Mateo Navalón, que siempre me decía que no olvidara que somos insignificantes. La humildad, como poso de grandeza de un hombre grande al correr de los años.
Finalmente diré la razón última de estas palabras. Fui testigo de la fuerza que animó la vida de un gran hombre, y que no es otra que su familia.