La semana se pone el capuz blanco de El Silencio para vestirse de miércoles. Y la tarde envejecida del miércoles se viste, en los primeros momentos del cortejo, de ese tono intensamente sublime que el día reserva a sus estertores, como la lucidez súbita que asiste a los moribundos antes de despedirse.
Otras luces se harán dueñas de la noche cuando el desfile quede completo y ordenado según la catequesis de los evangelistas. Las tulipas configuran la caligrafía de destellos y fulgores que se traza por los irregulares renglones de la ciudad. Caracteres cuidadosamente meticulosos como los esfuerzos de un orfebre, a veces y, otras, agitados como los de una firma urgente. Y la luna llena de Nisán como el punto que completa la frase. La más omnipotente y taumatúrgica que haya salido jamás de unos labios y que el magno paso de la Santa Cena congela en madera: “Este es mi cuerpo. Tomad y comed…”.
No sólo los trazos se agitarán. También los sentidos. El alma. Y los olivos de El Huerto, del Beso de Judas y de San Pedro, mecidos por un banceros que convierten la gimnasia en teología. Los plúmbeos conjuntos en livianas liturgias. El suyo es un acto de contrición halterofílico. Los que llevan los pasos son precisos geómetras en El Peso. Derviches y coreógrafos en la Curva de la Audiencia que teclean con sus movimientos un mensaje en morse al firmamento. Suenan las marchas como bálsamos, las horquillas como diapasones inmensos y la sombra de los árboles baila con las corcheas sobre los nobles palacios y las fachadas audaces de los conventos.
Pedro hace un más fácil todavía, un triple salto mortal al abismo de su pena, en esta polis donde el aire y la roca se confunden, vive puerta con puerta, ventana con ventana.
El Ecce Homo de San Miguel es el “Jesús mío” del poema de Lope de Vega que aguarda cubierto de rocío. “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?”. El Creador del Cielo y de la Tierra. De todo lo visible y lo invisible. El Rey de Reyes. El Señor de los Ejércitos. El todopoderoso es conmovedora vulnerabilidad. El que siempre conforta, clama por un consuelo. El que soporta los desvanecimientos de todas las tribus es un amago de claudicación. Mirar su rostro y su cuerpo preso hubiera evitado más de un concilio, decenas de discusiones teológicas. No hay duda: la suya es auténtica naturaleza humana, asustada y quebradiza. Es como si nos pusiéramos a leer el Génesis al revés, como el estudiante pillado en trampa con un libro invertido. Parece que la imagen y la semejanza hubieran intercambiado sus dueños y el hálito fuera barro.
Su Madre lo ve despedirse en las horas más frías, cuando la madrugada es una corona de abandono y espinas clavándose por Solera y el aire respira ahíto de incienso. Nunca hubo más Dulce Amargura. María susurra con el joven Juan, afeitado de miedos. Y su diálogo lo descifran estrellas que se apagaron hace millones de años luz. Mientras, la Puerta del Salvador engulle su pena y la funde a negro, como en el final de una de esas viejas películas clásicas que nos regalaron tardes de fantasía y sueños.
Pregón de la Semana Santa de Cuenca en Alicante de 2015