Estos tiempos extraños que antes del advenimiento de la pandemia estaban destinados a ser los nuevos felices veinte del progreso y la alegría, se recordarán sin embargo por las muertes innecesarias con las que fueron castigadas nuestra prepotencia e imprevisión. Con la parca en primer plano, la falta de armas para enfrentar lo desconocido trajo el miedo y con él, el terreno abonado para la suspensión de los derechos que parecían inexpugnables en esta democracia evanescente en la que entonces presentimos y ahora ya sabemos que fuimos tratados de manera ilegal. La nula contestación social que ha recibido esta certeza, nos ofrece una idea de la adolescencia democrática que aún habita nuestras mentes y del larguísimo camino por recorrer que le queda a la ciudadanía española para alcanzar la madurez que más allá de los delirios negacionistas, le permita aprender a exigir con firmeza el cumplimiento de las garantías constitucionales que un día de diciembre de 1978 se dio para protegerse de la arbitrariedad.
Una sociedad en la que el ochenta por ciento de los individuos sigue llevando la mascarilla al aire libre, no siendo obligatoria, es terreno propicio para el estado de alarma permanente, artilugio mágico utilizado por el Gobierno para actualizar la costumbre reiterada del poder de impedir la contestación a sus desmanes y, con el Parlamento de vacaciones, eludir controles más estrictos bajo los cuales quedara al descubierto la incompetencia de su gestión. La más burda publicidad se impuso a la transparencia y de su mano, aceptamos sin aspavientos la privación de nuestros derechos tan cívicamente como luego pasamos a disfrutar de la libertad cabalgando las olas periódicas que la política errática de las diversas administraciones nos sirvió en bandeja, mientras sus aparatos mediáticos nos culpabilizaban en sucesivas dosis de desinformación.
Afortunadamente, frente a las pestes de otros siglos, la ciencia acudió a nuestro rescate alumbrando una vacuna para sacar del foco a la muerte y volverla a recluir en su dimensión estadística, pero en el camino, se atisba ya una vida distinta, un cambio en las costumbres, un resabio de lo acontecido destinado a perdurar. En el nuevo escenario, seguirán proliferando los especímenes de la pandemia, sujetos acomodados al ecosistema del virus, individuos especializados en adaptarse a las privaciones que nos impuso, máximos exponentes de una condición lanar que inspira la perpetuación de las mascarillas en los rostros, la danza del codito en los encuentros y la posposición eterna de la verdadera normalidad.
Como le ocurre a los presos institucionalizados que tras sufrir largas condenas no se acostumbran a vivir en libertad, seguiremos contemplando al senderista enmascarado que camina por el campo sin un alma en lontananza y al viandante solitario que lleva bajada la mascarilla y se la sube cuando se cruza contigo del mismo modo que nuestros bisabuelos se tocaban levemente el sombrero al saludarse en el paseo por la calle mayor. De la pandemia íbamos a salir mejores, pero el “sologripista” de primera hora reconvertido más tarde en policía de balcón, sigue entre nosotros controlando los aforos de los restaurantes y contando los comensales de cada mesa, no se acostumbra a la rehabilitación de las barras de los bares y vigila a los que encienden pitillos en las terrazas en espera de que se prohíba fumar también al aire libre. Echa de menos los tiempos duros en los que podía ejercer de topógrafo de bozal y repartir broncas entre quienes llevaban la mascarilla en la sotabarba, y cuando oscurece añora el toque de queda, ese avance extraordinario que obraba el milagro de recluir a sus hijos en casa a una hora decente, a salvo de las garras del botellón.
A la vida de antes le han salido excrecencias como el epidemiólogo de guardia estrella de la televisión, el alcohólico del hidrogel con petaca en el bolsillo, el “fashion victim” de la mascarilla doble, una para el postureo, otra para la protección, o el teletrabajador encantado de currar en pijama mientras engordan las facturas de luz e internet que se ahorra su empresa. Aunque la incidencia acumulada se halle bajo mínimos, la administración sigue cultivando el sistema de cita previa para que el atasco de los expedientes generado durante la pandemia se perpetúe hasta la próxima masacre. Mientras tanto, la neurosis colectiva ha creado drogadicciones novedosas como el lavado compulsivo de los productos de la cesta de la compra y el virtuosismo del fisonomista controlador del trasiego del barrio, capaz de reconocerte aunque vayas con la mascarilla hasta el párpado inferior, gafas de sol tamaño folclórica, gorra de ancha visera calada hasta las cejas y las lorzas escondidas en amplio gabán.
Es más previsible la desaparición del virus de nuestras vidas que dejar de ver en el futuro la imagen del conductor embozado que va solo en su coche protegido de la nada.