Es la guerra

Ramón Rodríguez Rubio

Todo comenzó con la votación de la reforma laboral, la suerte de los derechos de los trabajadores en manos de la revolución de las consignas, la voluntad popular sometida al mercadeo partidista, la democracia convertida en un aprendizaje de botones. Cuando nos quisimos dar cuenta, el parlamento era una barra de bar en la que los parroquianos celebraban por turnos sus respectivas conquistas, del mismo modo en que los hinchas de un equipo festejan un gol en fuera de juego antes de que el árbitro lo anule.

Lo siguiente fue el enésimo adelanto electoral perpetrado por los estrategas de la demoscopia, especialistas en aumentar la porción del partido en el pastel de las instituciones y vender esa codicia con los múltiples disfraces con los que suele invocarse el interés general. La política real es un arte que convierte el telediario en una serie de ficción donde los barones negros que medran en nuestras administraciones, hacen brillar los puñales en la persecución del control de la lista. Son los yonquis del poder, aspirantes al carguito desde que ingresan en las juventudes del organigrama y van engordando el currículum con títulos regalados o tesis de corta y pega, expertos en acumular trienios a costa de la mamandurria del sistema mientras en sus alrededores pululan los familiares a ver qué cae.

En la pugna por el dominio del aparato que maneja la colocación en los mejores lugares de la dorada papeleta, vuelan dosieres, aparecen grabaciones antiguas, y los espías dobles dan cuenta del historial oscuro de los rivales dentro de la organización, para que sus camaradas puedan defenestrarlos cuando la ocasión se presente propicia. La entelequia que llamamos separación de poderes en España, nos condena a no poder desprendernos de esa corrupción anclada en el diseño de un estado en el que el ejecutivo es quien nombra al legislativo y entre ambos manipulan el poder judicial. Lo demás son fuegos de artificio para mantener satisfecho al personal en su comparecencia periódica ante la urna, en donde las ambiciones partidistas y las esperanzas del elector se pelean en el mismo sobre.

Es la guerra que se libra en las sociedades de occidente, ese precario equilibrio donde, pese a todo, aún quedan mecanismos de refugio frente a la arbitrariedad y la libertad para denunciar la podredumbre permanece intacta. A tres mil kilómetros de distancia de nuestras cuitas, se suceden las batallas reales, las que entrañan muerte y autocracia, desinformación y amenaza, allí donde hasta hace quince días, la gente que ahora yace víctima de los bombardeos, creyó sentirse tan a salvo como nosotros, protegida por la pertenencia a un mundo moderno y globalizado. Bajo los misiles de Putin, las corruptelas de la endeble democracia ucraniana han parido un héroe que abandonó la comedia humana para resistir a la barbarie.

En nuestro entorno, de momento, sin disparos que esquivar y enterrado el carnaval, continúa la farsa. Ni siquiera las masacres lejanas conmueven las posiciones políticas de los independentistas que buscaron en la madre Rusia amparo para su proyecto. Los populismos patrios de signo opuesto que coquetearon con el tirano asumiendo su objetivo por desestabilizar el continente, hoy se ponen de perfil como extremos que se tocan en sus falsos deseos de paz. El gobierno ya tiene excusa para añadir otro factor externo a la justificación de su incompetencia, y el primer partido de la oposición una cortina de humo tras la que esconder su incapacidad para ofrecer una alternativa mejor para la gestión de la catástrofe.

La Europa que nos iba a vacunar contra el virus de la recesión carece de armas para enfrentar la violencia y la pobreza energética. Su alto representante para asuntos exteriores nos recomienda bajar un grado el termostato, como si no lleváramos ya todo el invierno con la calefacción apagada y pegados a la estufa.

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