F. Javier Moya del Pozo
Qué distinto este veintitrés de Mayo
qué distinto cuando tú me sonreías
ante el altar donde yo te prometía
siempre amarte a lo largo de los años.
Y aquí estoy, para siempre enamorado.
Salió de las brumas del sueño, mientras el despertador iluminaba el dormitorio con los dígitos 02:35.
De un tiempo a esta parte, sin dormir mal, no había noche en la que no se despertara de golpe, y casi maquinalmente, se dirigiera a la cocina, para cazar algo del frigorífico. Y, en ocasiones, hasta se fustigaba con media hora de televisión, ante la teletienda o los frikies de los presentadores de apuestas. El caso era volver al sueño; aunque el problema eran las pesadillas que tales programas solían producirle. Suerte que a esa hora no se asomaba Belén Esteban ni alguno de sus extraños congéneres a la pantalla.
Esta vez también repitió su peregrinaje nocturno; pero, manteniendo la imagen iluminada de los números del despertador, 02:35, y extrañado por la permanencia de los mismos en su cabeza, fue recorriendo el pasillo de la casa, y asomado a los dormitorios de sus hijos, quienes, con un pie en Madrid, por razones de estudios, y otro en Cuenca, la ciudad a la que aún se mantenían fieles, tan sólo por razones de amistad y afectos familiares, eran conscientes de que en modo alguno su ciudad natal les ofrecería un futuro laboral y lo que es peor, tampoco esperanza para ello, se paró al pie de sus camas. Recordó cuando aún se levantaba para comprobar que las ventanas estuvieran bien cerradas y ellos tapados; cuando les hacía los bocatas de albóndigas para el cole ( que les daba vergüenza sacar de la mochila), y las sufridas noches en las que había que turnarse en tomar la temperatura al hijo enfermo y con fiebre, y en las que, roto y medio zombi, llegaba hasta la cabecera del pequeño quien, al verle, recuperaba de pronto sus fuerzas para gritar: “ no, tú no; ¡ mamá!”.
Aún no se acostumbraba a ver tan silenciosas las habitaciones y tan vacías las camas; y, en los fines de semana que pasaban sus hijos en casa, aunque las ocuparan ésta últimas ya bien amanecido el día, para él volvía la bendita rutina de tener a toda la familia junta: música a todo volumen, el mando a distancia de la tele como algo inaccesible, dormitorios desordenados, frigorífico permanentemente abierto y cocina empantanada, …en fin, la bella felicidad de lo cotidiano.
De repente su cerebro sufrió un fogonazo que le sacudió: era la madrugada del 23 de Mayo (¡ claro, 02:35 ¡) su aniversario de boda. Entre la campaña electoral y la declaración de la renta, este detallito sin importancia había quedado oculto en su mente entre la hojarasca de tan transcendentales acontecimientos.
Como hombre que se precie a sí mismo, y reaccionando como tal, es decir, tarde y torpemente, pero con mucho espíritu deportivo, tomó entre sus manos la fotografía de recién casados, para ver si los rostros, entre sonrientes y aún asombrados de esa pareja, le inspiraban alguna solución a tan lamentable olvido.
Desde la fotografía nupcial, ella le miraba preguntándole dónde estaba el joven que tanto le había prometido y por los proyectos diseñados con tanta ilusión y que se habían quedado en quimeras ilusorias.
Y ahí estaba ella: tan joven, tan bella, tan alegre, tan ilusionada…
Ella, que seguía siendo ella, la mujer que decidió compartir su vida con quien había olvidado su aniversario; ella, que era la voz de sus hijos en la infancia, el bullicio en el silencio de las noches, la mano sobre su rostro en los malos momentos, la mirada que aún le hacía soñar….
Aturdido por haber sido capaz de encontrar ese tipo de sentimientos que, en principio, dicen que son ajenos a cualquier hombre que se precie, y envalentonado por el recuerdo de que, en cierta ocasión, fue capaz, él solito, de colocar todos los productos comprados en las bolsas de Mercadona al tiempo que la cajera se los pasaba con la misma delicadeza y donosura con la que Risto Mejide trata a sus concursantes y recordando las acertadas palabras leídas antes de dormirse, tomó la hoja de la compra semanal que presidía la puerta del frigorífico, y fue desgranando su disculpa amorosa, debajo de palabras tan románticas como lavavajillas, pasta de dientes y otras metáforas similares, tan propias de Vicente Aleixandre:
Cuando no hay nada, encuentras;
Cuando duda el amor, besas;
Cuando hay desierto, tú riegas.
Ahora entiendo que me quieras
Vuelto a la cama, ella parecía dormir plácidamente; ajena al hecho de que, una vez, hubo un hombre que fue capaz de decirle a su mujer que la quería.
De acuerdo, con nocturnidad pero sin premeditación; pues para que un hombre llegue a esas altas cotas de transcendencia sentimental que la ciencia y el género femenino parecen no reconocerle como susceptible de alcanzar, tiene que ser sin pensarlo mucho, de repente, como un sentimiento que surge de lo más hondo de uno mismo.
Como cuando el Madrid marca en la final de la Copa de Europa.
Como la primera vez que ella le dijo que le quería; y que aún permanece, después de tantos años, en su memoria.
Así. Eternamente. Como Ella.