Jesús Mateo
El final de la comedia ha llegado para el amigo Fernando. De súbito, y sin aviso previo, Sánchez Dragó ha muerto a edad longeva, en tierra querida y en amada compañía.
Un infarto ha escrito, negro sobre blanco, la última página de su existencia entre nosotros.
En tiempo de silencios, distorsiones y posverdades puede ser pertinente subrayar algunos detalles y anécdotas de la relación de Sánchez Dragó con las pinturas de Alarcón e, indirectamente, con Cuenca. Pertinente al menos para ilustrar modestamente alguna página de la historia cultural de la ciudad levítica y medieval que nos acoge y, a veces, ahoga.
Conocí a Fernando a través de otro Fernando, Arrabal, en 1999. Un año antes el dramaturgo hispano-francés vino a conocer los inicios de mi obra en Alarcón. Después de varias visitas más, un buen puñado de versos dedicados a mi pintura y una densa correspondencia por fax, convenimos en invitar a Dragó a Alarcón y a participar posteriormente en una conferencia conjunta en la sede de la UIMP de Cuenca.
Miércoles, 17 de mayo del año 2000.
La jornada fue memorable, al menos para quienes fuimos testigos de tan intenso encuentro.
Un día antes, y ahora puede desvelarse, José María Aznar, Presidente del Gobierno por aquel entonces, organizó una cena privada en el Palacio de la Moncloa. En ella coincidieron el sabio Gustavo Bueno, Fernando Arrabal y Fernando Sánchez Dragó. Las pinturas de Alarcón fueron tema de conversación y debate. Dragó las conocería al día siguiente según lo previsto. No es posible olvidar la comida en el Parador Nacional con los dos «Fernandos». Arrabal fue el anfitrión de aquel encuentro extraordinario y mis pinturas la finalidad.
La posterior charla entre ambos queda para la historia de la sede conquense de la UIMP. Lástima que no contemos con los audios, vídeos y fotografías de aquel inolvidable debate.
En ese acto académico-intelectual-surrealista Fernando Arrabal nos nombró, a Sánchez Dragó y a mi, miembros del movimiento Patafísico de París, honor imposible de calibrar por la propia sustancia y finalidad última de la Patafísica.
Pasados los años hubo otros encuentros, y algún desencuentro.
Pasajes comunes siempre unidos a la vida y la obra de Fernando Arrabal.
Accedió este último, por mi empeño y determinación, a donar e instalar permanentemente su extensa colección privada de pintura en Cuenca. El 21 de noviembre del año 1999 se formalizó en París el documento-protocolo para hacer realidad este sueño compartido. Un acontecimiento histórico y artístico sin parangón para nuestra ciudad. Obras originales de Picasso, Miró, Braque, Botero, Lam, Michaux, Bretón, Ernst, Magritte, Calder o Dalí podrían haber formado parte de un gran museo en la parte antigua, concretamente en el antiguo Convento de las Angélicas de la calle de San Pedro.
Aquel empeño personal se vio truncado, a partes iguales, por la incompetencia política local y por interferencias conyugales imprevistas.
Agitación que fue aprovechada por el sagaz Sánchez Dragó que, sin perder tiempo, le propuso a Arrabal llevar la colección a Soria. No calibró bien el órdago por cuanto la incompetencia política y la interferencia conyugal no conoció fronteras, ni provincias. Hablamos de ello, reímos, y olvidamos.
Abortada toda posibilidad de éxito cada cual volvió a sus quehaceres, a sus creaciones y a sus vidas.
Fernando Sánchez Dragó se unió, desde aquel lejano mes de mayo del primer año del nuevo milenio, a la interminable lista de intelectuales, creadores, filósofos…que arroparon, auspiciaron y valoraron un puñado de pinturas escondidas en la recóndita villa medieval castellana. Ingrato sería por mi parte no agradecerle el gesto y la gesta, el apoyo y la palabra, el consejo y el aliento, y su extraordinaria inteligencia.
Pertinente es hoy recordar al librepensador, al anarquista individualista, al escritor prolífico, al poderoso intelectual, al fino articulista, al incansable viajero y al gran periodista. Fernando vivió a la contra.
Fue antifranquista cuando era arriesgado serlo.
Amante de la tauromaquia cuando estuvo casi proscrita.
De izquierdas cuando había que ser de derechas y de derechas cuando era obligatorio militar a la izquierda.
Descreído frente a todo y frente a todos. Incómodo para muchos, odiado para unos y admirado para otros.
Premio nacional de ensayo, premio Planeta, autor del legendario libro «Gárgoris y Habidis» sufrió en los últimos años las críticas aceradas de ideólogos intransigentes. Militó en su propia libertad, con las servidumbres mínimas que el sistema le impuso en cada momento.
Ahora, en mi estudio, escuchando las variaciones Goldberg, magistralmente interpretadas por Glenn Gould, quiero llorar y no puedo sobre la tierra castellana, dura y fría, que acoge para siempre el cuerpo del amigo recordado.
Descanse en Paz.