El arte no está solo en los museos

Fernando Casas Mínguez

Hace algún tiempo, saliendo de la Fundación Antonio Pérez (FAP) con el creador del museo que lleva su nombre, leí en una especie de puerta metálica la frase que encabeza estas líneas. Invité a Antonio a que se pusiera delante del subversivo grafiti y saqué la fotografía con la que ilustro este artículo. La postura apacible del gran artista recientemente fallecido refleja el buen humor de quien tenía ingenio suficiente para convertir en arte lo más insospechado y no desaprovecha la ocasión para proclamarlo. 

Antonio Pérez era divertido y curiosamente puntual. Quizás adquiriera ese hábito durante el largo periodo de militancia en el partido comunista. Su puntualidad le delataba como una persona que se había visto obligada a moverse en la clandestinidad. El tiempo dedicado al contrabando de las revistas y libros prohibidos de la editorial Ruedo Ibérico que traía desde París, le convirtieron en un clandestino famoso, en el terreno artístico y más allá. Me percaté de ello el día que vino a Cuenca un profesor de la Complutense  a impartir una conferencia  sobre Marxismo y Teoría crítica.  Antes de comenzar su charla, Jacobo Muñoz dedicó unas palabras cariñosas y repletas de admiración hacia el amigo que se encontraba discretamente sentado en una de las filas del salón de actos. Durante  su intervención el catedrático de filosofía definió a Antonio como “el último bohemio”.   

Gracias a su merecida fama no afectó demasiado al autor de los tarros de cristal con vilanos y editor de la revista Antojos, que no prosperara la propuesta de la Facultad de Bellas Artes de nombrarle “doctor honoris causa” de la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM). El fiasco resultaba paradójico, nada más incongruente que el equipo de gobierno de la UCLM rechazara investir como doctor honorario a Antonio Pérez cuando sus estudiantes escogían la Fundación como objeto de los trabajos de investigación y de tesis doctorales. Comprobar cómo su proyecto artístico crecía y se extendía por distintos lugares de Cuenca (San Clemente y Huete) y Guadalajara (Sigüenza) le llenaba de gozo. Vivía con entusiasmo el montaje de exposiciones, la búsqueda de objetos y la selección de obras para la colección interminable de la FAP. Su talante más bien escéptico, contribuyó a que encajara con dignidad decepciones, como el cierre del Museo del Objeto Encontrado de San Clemente. 

Dedicó su vida con pasión a llenar de arte los suelos, techos, paredes, patios y vitrinas de la Fundación donde creó ese espacio asombroso dedicado a su amigo Manolo Millares. Hasta que un día abandonó su casa de la calle de San Pedro y no subió más a mirar la hoz del Huécar desde las ventanas y miradores del convento de las Carmelitas -sede de la FAP-. Había perdido la alegría de vivir y dejó de vagar por los pasillos, escaleras y vericuetos de su laberíntica Fundación entre cuyos delirantes objetos podíamos encontrar la esquela virtual de un periódico presagiando su entierro. Me habría encantado ver disfrutar a Antonio Pérez los últimos años de su vida sin sufrimiento y contemplar la diversión que le producía crear una menina con la cápsula plateada de la botella de ese vino tinto de la Manchuela (de Syrah y garnacha) que tanto le gustaba.