Don Alfonso Merchante. Apuntes para un centenario.

 José Miguel Carretero Escribano      

   

        Mi sapiente amigo José Vicente Ávila, siempre atentísimo, me ha puesto en la pista de una próxima efeméride que no merece pasar desapercibida: el centenario del nacimiento de un veraz conquense ilustre, el Doctor Alfonso Merchante Iglesias.

     Como además soy uno de los muchísimos paisanos en imprescriptible deuda de gratitud a Don Alfonso, de quien no me he olvidado, paso a compartir aquí con los lectores algunos retazos de la vida, vivida y vívida, que me acercaron a él, tan admirable y bueno, tan humilde como lo son los más grandes y, siempre, con el amor a su tierra y a sus gentes, las suyas; nosotros con él.

      Resumo, para empezar, lo más sabido o que debe serlo: fue un extraordinario médico con máximo prestigio no ya nacional, sino trascendiendo a Europa y al continente americano. En España aprendió con Jiménez Díaz, hasta ser su mano diestra y sucederle al frente de la Fundación que lleva el nombre de su maestro y a la vez el castizo de “Clínica de la Concepción” (se llama así en honor de la esposa del fundador, Conchita Rábago).

        Allí lo conocí yo en 1980, en ese Hospital milagrosamente supérstite, vanguardista antes y ahora, de la madrileña Plaza de Cristo Rey, cerca del Parque del Oeste y de la Ciudad Universitaria. Entonces, por aplicación del dicho con base jurídica en el Fuero nuestro de Alfonso VIII (otro de los muy pocos que nos ayudaron en serio), esto es, “di que eres de Cuenca y entrarás de balde”, nos dieron cama para mi padre casi desahuciado y que se moría a chorros, entrando por Urgencias y por orden directa de Don Alfonso: le prolongó la vida ocho regalados años más.    

       En aquellos pasillos largos y en las habitaciones compartidas, sufrimos angustias y asimos esperanzas; rezamos y lloramos; salimos adelante. Aparecía Merchante, con su lazo de pajarita al cuello, selecta seña heredada de Don Carlos Jiménez Díaz, y se hacía la luz: bromeaba con cambiar los frascos colgantes de suero por una ristra de chorizos de Cuenca, te agarraba del brazo para insuflarte ánimos y al final se despedía con una palmada sobre el hombro, a guisa del bancero que él era y tú querías ser.

     No acortamos distancias, nunca existentes con él, y sí estrechamos vínculos, con Cuenca siempre en medio. Asombraba su modestia, que no podía ocultar un liderazgo indiscutible entre los mejores de su profesión; es que, por eso mismo y sin paradoja, lo sublimaba. Como docente decente, sus clases para la Facultad de Medicina, impartidas en el Aula Magna de la propia Fundación, eran seguidas con expectación máxima; doy fe.

     Cuando regresó a España Severo Ochoa, eligió a Merchante como médico personal. Lo fue de y en cuerpo y alma. En una entrevista postrera a nuestro Premio Nobel, sincera y directa, éste, atenazado por su agnosticismo pesimista, expresaba una sana envidia: ansiaba creer en Dios como lo hacía Alfonso. Me los imagino a los dos, acaso a los tres, en divinas palabras. En el tránsito de su glorioso paciente, a pie de cabecera, nuestro Doctor le cerró los ojos, sintiendo abrírselos a la Vida. Y cumplió la voluntad testamentaria de Ochoa, quien lo designó Patrono de su propia Fundación. Patronazgos, fundaciones, vital constante de sus constantes vitales: añado aquí, sobre esto mismo, que el Doctor Merchante fue también promotor de la Cofradía conquense del Patrón San Julián en Madrid. Natural.

     Acentúo la catolicidad de nuestro hombre. Esa fe difícil fraguada en casa y pronto en el peor dolor: quedó huérfano de padre muy niño y esa ausencia física, paliada por su madre, no lo condujo a la desesperanza y le hizo madurar mientras alentaba en su alma la vocación médica que llenaría su vida.

    Y aprovecho aquí para citar, en paralelismo notorio, a otro principal español recién marchado, Manolo Santana, más joven y que padeció penas y penurias paternas en la dura posguerra; al fin los dos, Merchante y él, del mismo lado y mirando al futuro. Y claro que confirmo la vinculación conquense de Santana, por fuente directísima: el chaval Manolín, flaco y avispado, de ojos penetrantes y aparatosos dientes, pasaba los veranos en El Cañizar, junto a la fábrica de “La Unión Resinera Española” de la que era accionista Álvaro Romero-Girón, quien prohijó de facto al muchachillo.

     Pero es que añado que merendaba en casa de mis abuelos Esperanza y Leonardo, que allí vivían. Fueron años preciosos para mi familia materna en aquella entraña de la mejor Cuenca. De ello conservo muchas historias escuchadas, incluso algunas fotos de mi madre, embarazada de mí, sentada al borde de esa pista de tenis de tierra batida en la que el crío Santana les daba caña, sopas con honda y raqueta de madera, a todos los mayores. Yo ya no coincidí con él, pero sí recuerdo la emoción de mi abuelo viéndolo ganar partidos de la Davis en blanco y negro, y sobre todo, perpetuo, el aroma de la resina y el cobijo del lar.

     Vuelvo a Merchante. No es que viniese a Cuenca, es que Cuenca iba con él, en él, por él, cual en la plegaria eucarística. Y le producía, en sus palabras, “una expansión espiritual inestimable”. Por supuesto era nazareno, devotísimo del Jesús de las Seis. Yo lo esperaba y buscaba en “El Salvador” cuando él llegaba, sudoroso, agotado y feliz,  y se descubría nada más soltar la horquilla; fundíamos el morado añejo y el oro viejo. Y se iba con sus hermanos Fernando Muñoz, Antonio Vicente y compañía, quedando para la Junta del Domingo de Pascua.

     En el Ayuntamiento, la amable Corporación de José Ignacio Navarrete (y de Fernando Herráez, Consuelo Ruipérez y Pepe Hergueta) declaró, por unanimidad, a Alfonso Merchante Iglesias Hijo Predilecto de la Ciudad de Cuenca. Me tocó en esa épica época, como en incontables otras veces, ejercer de Secretario Municipal y lo hice, como siempre en treinta y muchos años e infinidad de circunstancias y largas temporadas, “gratis et amore”: lo primero, gratis, está claro su significado, y en mi caso es sin excepción alguna, ni un céntimo, y porque me da la real gana; lo segundo, del latín al castellano, por amor, me importa más, porque es amor a mi querida, preterida y preferida gran patria chica.   

    Pero es que tuve la suerte añadida de oficiar en el solemne acto oficial de nombramiento y aceptación celebrado en San Miguel, con Don Alfonso muy emocionado. Y de publicar esa semana un artículo laudatorio en la “Gaceta Conquense” al cuido de José Luis Muñoz: buenos tiempos para la lírica.

     El Doctor Merchante, con una vocación tremenda, pareja a su sabiduría total, siguió trabajando hasta la extenuación final, dedicando todo el tiempo de este mundo a sus enfermos y si además eran conquenses ni te cuento. Contado, encantado, queda.

      Murió en Madrid, dejando dicho y ordenado que lo trajesen a Cuenca. Era enero de 2003. Las exequias, de cuerpo presente y alma en vuelo, fueron en San Pedro, al lado mismo de esa casa grande y bonita suya, la última subiendo de la acera de los pares, aunque impar fuese él. No cabíamos en el templo y lo pasaron a hombros, a la histórica piadosa usanza. Su viuda, Josefa Medina, hizo ademán de querer abrazarnos a todos.

     Nuestro paisano Alfonso Merchante está enterrado, solo sus restos mortales, en el Cementerio “Santísimo Cristo del Perdón”, en lo antiguo, nada más entrar al recinto a mano derecha. Es la suya una tumba sencilla, blanquísima como el color de su bata médica, de su pureza, de su límpida conciencia.

     Y está a muy pocos metros de la sepultura de otro gran prohombre nuestro, José Luis Álvarez de Castro. Sobre Don José Luis me remito a lo que tengo escrito y descrito en este mismo medio “Voces de Cuenca”, aunque no me resisto a agregar la definición que le solté a Jesús Huerta Romero para su periódico digital y que él, en mi nombre, reprodujo impertérrito entrecomillada: “un tío con un par de cojones”. Se lo dije en caliente y lo mantengo ardoroso, candente.

       Es imposible no echarlos de menos en atroz orfandad. Y cada vez más.

     Sí sé que no les agradará nada vernos así conforme estamos, tan venidos a menos, todo tan demasiado evidente, en cuarto menguante y hacia la oscuridad siniestra. Todavía seguimos, vegetando, mientras nos procuran entretener con trampantojos banales, ñoñerías risibles y las mismas promesas incumplidas, apolilladas.

      La antepenúltima engañifa (o sea, “engaño artificioso con apariencia de utilidad”) es la cosa del que llaman ferrocarril convencional: menuda convención tienen montada.  Una vergüenza. Una desvergüenza. Nos quitarán el tren para mantener su tren de vida: descarrilarán, pero volviéndonos a dejar en el vagón de cola y en vía muerta, mientras caminan hacia las mollares puertas giratorias. 

     Ya quisiera yo que el Doctor Merchante nos procurase cura para tamaña enfermedad, rodeados de virus oportunistas y de oportunistas sin virus.

      Me quedo, por hoy, con el agradecido recuerdo a Don Alfonso. Y con el anhelo, soñando, de que alguna vez suceda como en el verso de la canción de mi poeta primo Javi Pelayo: “La esperanza regresa sobre nuestra ciudad”. Pues amén.        

                                     Cuenca, 17 de Diciembre de 2021.