Ramón Rodríguez Rubio
Una de las interpretaciones que tratan de dar respuesta a la especial virulencia que la pandemia está teniendo en nuestro territorio se refiere a la España vacía y a las consecuencias fatales que la concentración de la mayoría de la población en los núcleos urbanos está teniendo sobre la multiplicación de los contagios en los barrios más populosos de las ciudades, en los cuales muchos de sus habitantes que dependen de trabajos precarios surgidos al abrigo de la economía sumergida, se ven obligados a elegir entre la salud, el civismo y la subsistencia. Casi ocho meses después del inicio del cataclismo sobre la vida de más de cincuenta mil de los nuestros, un nuevo confinamiento ha impedido a aquellos que emigraron de su lugar natal para buscarse la vida lejos de su origen, volver a cruzar el puente de Todos los Santos para honrar la muerte de los suyos en el cementerio al que regresaban una vez al año en una liturgia que, en cierto modo, les reconciliaba con su entorno natural.
También esa costumbre ha sido aniquilada por un virus que nadie vio venir, no era más que una gripe un poco más contagiosa, un cuento chino traducido al italiano allá por el mes de febrero de este año bisiesto, aciago y funesto, un contratiempo para las ambiciones políticas siempre necesitadas de portavoces que salgan a la palestra a decir que en España no habría más allá de uno o dos casos diagnosticados, con el fin de que la maquinaria de intereses siguiera funcionando. Y entonces llegó el colapso, la gestión errática del desconcierto y la incuria, el desastre económico más profundo de occidente y el confinamiento más extremo para rebajar la acostumbrada prepotencia del hombre que se olvidó de la muerte porque no entraba en sus planes aplazar las citas que la vida nos ofrece.
No se podía saber pero ha sucedido dos veces. Salimos más fuertes pero de nuevo somos líderes mundiales en contagios, la ineptitud de un estado inoperante multiplicada por diecisiete maneras distintas de llegar al estado de alarma. Las apelaciones a la responsabilidad personal apenas son el único recurso al que acogerse cuando todas las administraciones de este atribulado reino se muestran incapaces de configurar un sistema eficaz de diagnóstico, rastreo y confinamiento individual que en otros países permite negociar las curvas del camino reduciendo la velocidad de tránsito pero sin mandar el vehículo al garaje, como paso previo al previsible desguace.
Habíamos vencido al virus pero nos fuimos de vacaciones sin preparar la nueva batalla, es lo que tiene construir la propaganda a base de metáforas bélicas que bajo su música engañosa, esconden la más dañina incompetencia, sobre la inepcia, la desidia de no legislar, como se había prometido, un aparato normativo para dotar de seguridad jurídica a la limitación de nuestros derechos. Siempre es más descansado adoptar por decreto medidas de excepción que prolongadas sin control parlamentario fuerzan gravemente las costuras constitucionales. Cuarenta años de democracia no han conseguido erradicar el franquismo sociológico que habita en las iniciativas del poder y subsiste en la reacción del súbdito, más preocupado por señalar las transgresiones del vecino que por exigir responsabilidad a sus gestores.
Como en todas las situaciones de la vida, el españolito se posiciona ante los acontecimientos según le va en la feria del modelo productivo. El que depende del presupuesto desearía el cierre de todas las persianas hasta que la vacuna nos inmunice para siempre, el que malvive de un jornal privado contempla el panorama agarrado a la quimera de no ingresar en el paro definitivamente y debido al abandono que les procura la administración, los autónomos se ven abocados a tener que olvidarse de la salud para sobrevivir al invierno, en el que un nuevo confinamiento debería incluir como excusa para salir a tomar el aire, la de poder acudir a las colas del banco de alimentos más cercano, de diez a doce y de seis en seis.
Ante la segunda ola que nos anega, el gobierno de los palos de ciego ya tiene su estado de alarma prorrogado por seis meses para seguir poniéndole puertas al campo mediante ese nuevo hallazgo terminológico que los expertos del eufemismo han dado en llamar confinamiento perimetral. Es la segunda medida de calado tras convertirnos a todos en sombras cenicientas apretando el paso por las calles vacías para llegar a casa antes de las doce. En este día de difuntos templado y triste, noviembre se viste de abril para que presintamos la vuelta al desasosiego de la pasada primavera, la época en que aún creíamos que todo el sufrimiento que entonces atravesamos nos serviría de aprendizaje para no reincidir.