Detener el tiempo

Pedro Saugar

Sé que para mucha gente será difícil de entender, pero para un nazareno de mi tierra la Semana Santa es, entre otras muchas cosas, la celebración de su paso por la vida. Seas o no religioso (¿quién no le busca un sentido a levantarse de la cama y encontrarse en el espejo, a olvidar que un día solo seremos olvido?), participes en mayor o menor medida en sus liturgias, cargues de una forma u otra con tu cruz a cuestas, desde el viernes de dolores hasta el domingo de resurrección, con el fuelle salvaje de la primavera avivando las brasas hibernadas de la sangre hasta el incendio, todos los que nos escondemos bajo la celosía de un capuz volvemos a ser el que éramos. Porque, por mucho que lo obviemos, por mucha excusa que el trágala cotidiano nos brinde, por mucha coartada que la diaria lucha por sobrevivir nos preste, la única forma de luchar contra nuestra inevitable última cena es pararnos y mirar por el retrovisor. Y la única forma que los nazarenos tenemos de hacerlo es volver a desfilar ante la tulipa encendida de nuestros ojos cada año todas las semanasantas. Desde la primera, aquella en que nuestra abuela nos sacó en brazos con el chupete en la boca y el cetro de madera negra rematado en cruz plateada en ristre, hasta la última, con toda la hermandad ahogando en resoli entre lágrimas de lluvia la frustración meteorológica, pasando por tantas otras que han ido tatuando de recuerdos definitivos nuestra propia procesión, ese peregrinar ciego por todas nuestras ilusiones caídas y resucitadas de año en año. Por eso, cuando antes de salir posamos ante nuestra imagen no solo facturamos un souvenir, sino que estamos escribiendo un capítulo entero de nuestras memorias, aun sin saberlo. Al desembocar la cuaresma tengo por costumbre, inquieto ya por ese bullebulle que presagia el aire tibio de incienso en estas fechas, rescatar de ese olvido que seremos una foto, y, achicando el resto del mundo, quedarme frente a frente con ella, en un duelo desigual con el pasado que (aun sin saberlo entonces) volverá una y otra vez por primavera para salvarnos de nuestros pecados. El de la derecha es mi hermano Alberto, en su momento de esplendor (todos aparecemos en las fotos antiguas en nuestros momentos de esplendor, por esa inevitable deformación óptica del ayer), el de la izquierda un servidor, con los rizos aún, cumpliendo su doble función (sujetar sin gomilla el capuz y disimular las orejas de soplillo). En el medio, abrazando nuestros hombros con orgullo de familia (en esa época las mujeres no podían coger la horquilla), el tío Rodolfo, bancero veterano de su Virgen de las Angustias. Mi tío Rodolfo hace ya veintisiete años que desfiló por última vez al encuentro de su Conchita, que se le había adelantado por meses. Era una persona risueña, siempre con el chiste en boca, que cocinaba sudando y sonriendo unas paellas de rechupete, que tenía empapelada su biblioteca con la colección completa del Guerrero del Antifaz, del Capitán Trueno y de 13 Rue del Percebe, apasionado de sus tres Marías, y tan generosa que no solo te dejaba sus cómics o te pagaba todos los reos con las escopetillas en los puestos de cigarros de la feria de Campillo, sino que no dudó en sacarme en la subasta (13.000 pesetas de entonces, una fortuna) mi primer banzo a los 18 años, tras el obligado aprendizaje en el Feo, haciéndome el chaval más feliz de Cuenca. No pude despedirle como merecía, pues una pierna escayolada me retuvo en casa mientras su yacente traspasaba los portones de la última estación. Cada viernes santo, cuando mi Virgen asoma por la cuesta, me acuerdo de mi tío Rodolfo, y celebro su paso por mi vida.

Por eso soy nazareno, para detener el tiempo al compás de su marcha.