F. Javier Moya del Pozo
No te escribo para evitar olvidarte.
Sería imposible.
Lo hago por el miedo a dejar de ser la persona
que ha tenido la suerte de estar a tu lado.
A punto de dar la medianoche, leo y releo el magnífico artículo de Jesús Millán en Cuenca Nazarena, lleno de sentimiento hacia su Jesús y la Semana Santa conquense, y, embargado de emoción por las palabras que dedica a Mar, mi esposa, evito no quebrarme gracias al burladero al que acudo desde hace casi año y medio: la escritura. Y vuelvo a estas páginas, a las que le prometí regresar a Lucio Mochales sólo cuando me sintiera con ánimo de hacerlo. Ignoro si hay suficiente fuerza en mi interior para terminar estas líneas, pero entiendo que es la única manera de llegar allí “ donde las emociones no anulen las decisiones “ y, con ello, alcanzar la serenidad que mi esposa me mostró en cada uno de los días compartidos y, especialmente, en su enfermedad.
Escribe mi admirada Irene Vallejo, a propósito de los seres que ya no comparten nuestra vida terrenal:” De repente, la muerte convierte los objetos cotidianos y compartidos en filos de cuchillo, y la pena nos roba ciudades, canciones, itinerarios, cumpleaños, diminutivos. Hay que domesticar, uno por uno, el dolor de los lugares donde anclamos la memoria, las lágrimas de todas las cosas que hablan de nosotros cuando aún estábamos juntos.”
Efectivamente, cuando desaparece el ser al que amas y del que jamás hubieras pensado despedirte, cuando, de repente, te miras en el espejo, incrédulo al verte inmerso en un vacío que jamás se llenará, al dolor y la rabia se une una ausencia total de ánimo, que, si bien al principio te hace dudar sobre si tendrás fuerza para levantarte de la cama cada mañana, con el tiempo lo que te preguntas, al llegar la noche y mirar la vacía almohada de tu compañera, es cómo has sido capaz de mantenerte en pie durante todo el día, sin venirte abajo, roto, desesperado y vencido. Entonces, con la mejor de las intenciones, los que te estiman te hablan del bálsamo que supone el paso del tiempo en tu herida; y, sin embargo, esto no es así, como compruebas a diario, cuando te hablan de ella, de lo que la querían, de la permanencia de su memoria en cada uno de nosotros, y sabes que ninguna de las palabras, ninguno de los generosos gestos de afecto sirven para consolarte por muchos años que pasen. Y así se lo dices cada día, en una conversación que jamás ha sido monólogo, sino un diálogo muy reconfortante:
Dicen que el tiempo lo cura/ésta y cualquier otra herida;/pero, aunque pasan los días/sigue el dolor, la locura/de no tenerte en mi vida./Si no vuelve tu ternura/tu maravillosa risa/el reloj no trae la brisa/de tu infantil hermosura…./Por más que a mí me lo digan.
Pero al final, el instinto de supervivencia hace que encuentres un motivo, un instrumento, una “razón para la esperanza” de la que tanto hablaba Jose Luis Martín Descalzo; y que, en mi caso, no es otra que la lealtad hacia los años compartidos, la lealtad hacia el amor jamás defraudado. En definitiva, hacia el ser que hizo que tu felicidad radicara en saber que, a tu lado, ella era feliz.
Casi nada. Y así se lo sigo diciendo:
Cuando tú has amado tanto,/cuando has tenido la suerte/que Ella pudiera quererte/tanta vida, tantos años…/Cada día es un milagro./Yo la sombra, Ella el astro;/yo la nube, Ella la luna;/yo ruido, Ella canción;/yo lamento, Ella oración./Jamás me cupo la duda/que su amor es mi fortuna.
Y aquí estamos. Intentando resguardarme del frío de su ausencia física, gracias a que a cada instante acudo a sus palabras, a su sonrisa, y a su amor. A todo eso, desde luego, es a lo que me mantengo leal; y lo que me permite seguir caminando.