Debió ser

F. Javier Moya del Pozo

Camina apoyada sobre un bastón de senderismo, en una coqueta manera de anunciar al mundo que ha elegido hacer de su vida un sendero marcado por jardines y parques repletos de rosales, castaños y robles, y no un gris paseo urbano diseñado por los escaparates y los bancos cubiertos de cáscaras de pipas y colillas de cigarros; dando dar por sentado que no se rendirá al abrazo de una muleta o de una fina vara con empuñadura de plata.

Ignoro todo de ella. Debe de rondar casi los ochenta años, pero sus ojos, tras unas gafas de montura metálica, me dicen que  siempre será joven; con  un pelo blanquísimo que acompaña a un rostro sereno y a una elegancia que nunca habrá de abandonarle.

La veo  en las aceras de mi barrio, mientras me lleva a las lejanas frases hechas que escuché   de mis mayores, cuando hablaban de alguna conocida como alguien que “ fue una mujer muy guapa en sus tiempos”. Y es precisamente ese condicionado pensamiento nacido en mi infancia lo que me lleva a confirmar : “¡Qué guapa debió ser esta señora!”; mientras intento  imaginármela  sin arrugas, sin canas y con una atractiva forma de andar.

En este proceso de fabulación  es cuando comprendo que su belleza sigue allí, sólo que ahora está adornada  por unas arrugas fruto de innumerables sonrisas, generosamente ofrecidas a los hijos y nietos;  que las canas, que tanto le favorecen, vienen acompañadas de momentos tristes compartidos con amigos y superados, posiblemente, gracias a éstos; y que su andar, ahora acompasado por el ritmo del bastón senderista, goza de un arte y gracia  que el dolor de rodillas y de caderas nunca se lo arrebatarán.

Es doloroso darnos cuenta que en aquéllos que amamos, que tanto nos han dado en una entrega tan generosa que es difícil de olvidar, han acampado la vejez, la pérdida de facultades, e, incluso, un egoísmo que nace, simplemente, del miedo ante la indefensión producido por la vejez y la enfermedad; y, sin embargo, nos es extremadamente difícil ser conscientes de que un día, no tan lejano, aquéllos fueron fuertes, valientes, atrevidos…y bellos. Y esa consciencia es totalmente necesaria para atravesar  el  desierto de dolor, impotencia y soledad al que se llega arrastrados por una indeseada senectud. Porque esa fortaleza, valentía, atrevimiento y belleza que un día compartieron con nosotros son los materiales que compusieron su personalidad, y lo que a nosotros nos ha determinado nuestra forma de vivir y entender el mundo.

Y es que  todas esas virtudes siguen en ellos, permanecen eternamente, aunque nosotros, y tal vez ellos mismos, parezcan olvidarlo. Escribe Martín Descalzo – jamás me cansaré de leerlo y de citarlo- que “ estamos tan acostumbrados a la estrechez del mundo y sus valores, que no nos entra en la cabeza que haya nada perdurable”. Sin embargo, esa belleza indiscutible de una mujer de ochenta años, de andares cansados pero majestuosos, y ojos llenos de serenidad, siempre será un regalo,  y  un claro ejemplo de que la armonía, la belleza,  se custodia en el corazón, y no en el rostro.

Sí: esta señora con la que me cruzo es, realmente, bella.

En presente, y nunca en pasado.