Ramón Carlos Rodríguez
Todas las desgracias del hombre proceden del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en su habitación. El célebre aserto de Pascal define a la perfección el alma española, que para sobrevivir necesita una morada con balcones a la alegría, consumir su ración diaria de sol por las aceras, sacar la silla a la puerta para vigilar el panorama y de paso, respirar. Acondicionamos nuestras viviendas con todas las comodidades que la sociedad de consumo pone a nuestra disposición y cuando no llevamos ni media hora sentados en el sillón que tonifica nuestros músculos delante del pantallón que compramos para convertir el salón en un parque de atracciones, nos echamos a la calle porque no somos nadie si no tomamos una cervecita charlando con los amigos en la terracita del bar.
Con lo bien que se está en casa retomando las lecturas atrasadas o escuchando música casi con tanta calidad como si hubiera una orquesta sinfónica agazapada en el aparador, encontramos más placer en dar una vuelta por los alrededores del tedio, saludando a las caras conocidas con las que nos cruzamos en nuestro entorno, practicando el par de besos o el abrazo con masaje de paletilla, exhibiendo el material por la calle mayor. Quedarse en casa es algo que no contemplamos hasta que vemos al presidente Sánchez balbucear el pánico que se esconde detrás de su máscara de aparente tranquilidad.
En el epicentro de la epidemia de coronavirus, el tráfico ha desertado de las avenidas y se ha establecido en los pasillos de los supermercados, de cuyos anaqueles han desaparecido la lejía y las latas de atún. Las cajeras evitan el contacto con los productos calzándose los guantes de coger la fruta y las ancianas continúan practicando el rito de hacer la compra, una mano señalando las magdalenas que debe alcanzar su cuidadora, la otra en el andador. En la era del 5G y el teletrabajo, la enseñanza on-line es una entelequia y los universitarios lo celebran apurando las últimas horas de apertura de los bares, no siendo descartable que en el fin de semana consuman las horas muertas visitando al abuelo. Madrid no es todavía la ciudad de más de un millón de cadáveres del poema de Dámaso Alonso porque aquí no había puente para el día del padre y los más irresponsables han decidido aprovechar el buen tiempo por adelantado, poniendo a salvo sus esputos a la orilla del mar. El alcalde ha dejado de ser carnaza para los chistes y se viste de estadista anticipando las medidas que retrasa el gobierno central. La gente retoza en las terrazas y el alcalde cierra las terrazas. La gente inunda los parques y el alcalde cierra los parques. Ante la imposibilidad de ponerle puertas al campo, la sierra de Madrid presenta el aspecto de la Gran Vía en hora punta.
El gobierno que nos desgobierna ha pasado en cinco días de recomendar la asistencia a concentraciones masivas a decretar el estado de alarma, pero no explicita las medidas concretas hasta la víspera de los idus de marzo. El vicepresidente Iglesias se salta el aislamiento para librar la batalla por el poder que termina con su exclusión del núcleo duro de las decisiones. Un nuevo cesarismo se impone por encima de las baronías autonómicas, alguna de las cuales, ante la parálisis gubernamental, se habían permitido cercenar la libertad deambulatoria del ciudadano, conculcando la Constitución en sus territorios. La conversación por videoconferencia entre Sánchez y Torra ha debido de ser como para conservarla en mármol. Creíamos que la única ventaja del virus era librarnos temporalmente de la matraca independentista pero el testaferro de la sedición anuncia nuevas tardes de desacato en medio del desconcierto. El infectado Abascal clama desde su garita cual adolescente airado tras una noche de juerga que reprocha a sus mayores haberle dejado salir.
Mientras tanto, nadie dice nada sobre cómo van a sobrevivir a la cuarentena los que no dependen del presupuesto. También se desconoce si soportarán la primavera los enamorados recientes que cumplan a rajatabla el confinamiento. El españolito, capaz de lo mejor y de lo peor, se organiza para el letargo y despliega su ingenio en las redes, debelando los bulos y eludiendo la angustia con humor. La neurosis del encierro se cura programando un itinerario de excursiones permitidas cuando las paredes nos agredan y no aguantemos más, a las nueve, el pan, a las doce, a la iglesia, a las cinco, el tinte, a las ocho, el paseo a la mascota aunque se trate de un hurón. A las diez de la noche, las ventanas se pueblan de aplausos que vitorean el cumplimiento del deber. La manifestación es un ejercicio de expiación colectiva en estos tiempos en el que la responsabilidad social precisa de decretos para convertirse en obligación moral. León Tolstoi, que murió de neumonía hace ciento diez años, ya nos anunció que todos pretenden cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo. Seguiremos informando.