El zurdazo de Olga perforó la red inglesa con la determinación de la necesidad de afirmarse frente a décadas de escepticismo. Incluso hasta ese momento, el fútbol femenino se desarrollaba entre la displicencia del paternalismo mediático y el desprecio del futbolerismo clásico que prefería pasar la tarde con un apasionante Alavés-Almería que ver a las chicas disputar un mundial. Después del gol, las jugadoras trenzaron una malla de inteligencia alrededor de las británicas, convirtiendo su inferioridad física en una anécdota gracias a la técnica de orfebre de Aitana, la velocidad olímpica de Salma y el juego entre líneas de Jenni. Cuando Cata atrapó el último balón imponiéndose al temible juego aéreo de la pérfida Albión, se aferró con él al sueño de todas aquellas niñas que antes de ella, jugaron al fútbol entre las burlas de los machitos en potencia con los que compartían el campo de batalla del patio del colegio.
Y entonces llegó Rubiales y celebró la gesta agarrándose a otro tipo de pelotas sólo al alcance de su zafia prepotencia. Como nadie pareció advertir sus maneras de gañán encantado de haberse conocido, alcanzó el césped en el estado de euforia del arribista que celebra la victoria que acaba de contemplar como el pasaporte que lo sitúa definitivamente en el olimpo de los consentidos. Por eso, cuando llegó Jenni a su jurisdicción, actuó como un “alcapone de hacendado” incapaz de imaginar que su caída vendría determinada por un beso inadecuado, antes que por sus desmanes anteriores, largo tiempo tolerados por la superioridad.
El beso lo vio todo el mundo y a nadie le pareció gran cosa, el fulgor del trofeo deslumbraba de momento a los que al día siguiente se convertirían en tertulianos expertos en derecho penal. La propia afectada compartió con sus colegas el video en el vestuario, tomándose la escena a chirigota, bromeando con su agresor sobre la posibilidad de casarse en Ibiza, mientras el resto de sus compañeras los aclamaban celebrando la invitación al evento. Preguntada aquella noche por la resonancia que el tema empezaba a adquirir, la delantera le restó importancia, consideró el incidente como fruto de la efusión del momento y banalizó su dimensión, comentando divertida que su historia con el presi no llegaría a mayores. El periodista que la entrevistaba abordó después al interfecto y en el mismo tono de trivialidad jocosa que le ha conducido al liderazgo de la radio deportiva, comentó con él la jugada sin esperar que su interlocutor calificara de gilipolleces las críticas que ya empezaba a recibir de los políticos que habían introducido la violencia sexual en el debate, a los que, creyéndose todavía bendecido por el clima de impunidad que hasta entonces le había acompañado, despreció como tontos del culo.
Y ahí empezó todo. En horas veinticuatro, el beso se instaló en bucle en todos los soportes audiovisuales y una voz unánime de condena elevó la anécdota a la categoría de hecho trascendental, piedra de toque ineludible para medir la vigencia de las guerras culturales entre los distintos populismos que controlan la opinión pública global. Las disculpas impostadas del botarate avivaron el incendio y el compadreo mediático inicial se transformó en un clamor de dimisión. El silencio de la afectada acabó finalmente en un comunicado que, contradiciendo su actitud anterior, daba la medida de su convencimiento progresivo sobre su condición de víctima de una agresión sexual. Tampoco Rubiales sabía que ya era un cadáver social cuando se negó a dimitir en su asamblea y sus aspavientos exigiendo justicia sonaban a la protesta inútil del que ya está siendo conducido al ostracismo del apestado.
Después de la dimisión que no fue, el gobierno pidió ayuda al tribunal administrativo del deporte pero la armazón jurídica de la denuncia era de tal calibre que sus negreiras a sueldo no encontraron argumentos para la suspensión del prófugo. Para su suerte, la Fifa ya se había apuntado el tanto quitándolo de la circulación, en un alarde de feminismo tan creíble como la mejora en el respeto a los derechos humanos que esgrimieron para celebrar el mundial masculino en Qatar. A estas alturas del partido, se desató la caza de brujas para los que guardaban silencio sobre la cuestión y hacia los que osaron aludir a la presunción de inocencia del acusado. A los seleccionadores de la cosa se les condenó por el obsceno gesto de aplaudir al jefe y sus comunicados posteriores negando a su mentor, obtuvieron premio desigual. La controversia se convirtió en sainete cuando el impostor permitió que su madre se acogiera a sagrado para escenificar la huelga de hambre más corta de la historia.
Un mes después del triunfo, la selección española se enfrenta a la de Suecia, número uno del ranking mundial en la liga de naciones que da acceso a la clasificación para la olimpiada. Las campeonas del mundo vuelven a exhibir un juego preciosista que desarma a la potencia escandinava, inerme ante el hilván exquisito que Tere, Alexia y Athenea tejen en cada ataque. La selección se impone por la mínima con la naturalidad con que lo hacía el combinado mítico que encadenó tres campeonatos ganados entre 2008 y 2012. Son las mejores y lo saben, y esa constatación las lleva a exigir su legítima equiparación con las condiciones de trato de la selección masculina que puedan desembocar en un ciclo histórico de triunfos. El caso Rubiales nos demuestra que a veces la grandeza precisa de atajos imprevistos para conseguir el reconocimiento.