Carta, que nunca será de despedida, a mi madre

Querida mamá:

Hace poco más de un mes que tu hijo Pablo me anunciaba por teléfono que “ya estabas dormida para siempre”.

Pero en este primer domingo de mayo, al igual que en cada año, quisiera decirte tantas cosas, expresarte tantas emociones, solicitarte tantos perdones por mis ausencias y olvidos…

El primer recuerdo que conservo de tí lo sitúo cuando me llevas, con cuatro años, a la clase de parvulitos con un babero azul. Me dejaste con la señorita Eva; y en absoluto me sentí desamparado ni nervioso, pues sabía que volverías a por mí. Que siempre estarías ahí. Como permanentemente lo has hecho.

Desde entonces, ese hijo fue sintiendo como normal que su madre antepusiera su descanso, su salud y su escaso tiempo libre a las necesidades y caprichos de su numerosa prole. Al fin y al cabo, esa señora que se levantaba pronto para preparar los desayunos y la ropa de sus hijos, que les ayudaba a hacer los deberes y se acostaba tan tarde por velar sus noches en la enfermedad, era su madre, y era lo normal…, así lo siente cualquier hijo; y nunca, en ningún momento, se para uno a pensar en el esfuerzo y la renuncia a otros aspectos de la vida personal que eso significa.

Ayer, con motivo de la próxima celebración del día de la Madre, releía el libro que Albert Cohen dedicó a su fallecida madre: “Con mi madre, tan sólo había de ser como era; con mis angustias, mis pobres flaquezas, mis miserias del cuerpo y del alma. Me quería igual. Amor de mi madre, a ningún otro semejante”. Eso es lo que yo sentía al estar a tu lado…

Con el tiempo, cuando el cuerpo joven y ligero se va transformando, cuando la risa es menos frecuente y el andar más inseguro, uno tiende a evitar asumir que ese cuerpo pertenece a quien un día fue la referencia de un niño y adolescente, el cual, con sus miedos, fracasos y esperanzas aún no maduradas, encontraba seguro refugio en la persona que nada pedía, y siempre se entregaba. Uno no piensa, o no quiere hacerlo, que, con el paso del tiempo, esa señora que ahora dormita durante la mayor parte del día, que ya apenas habla (aun cuando su mirada se ilumina cada vez que vas cinco minutos a visitarla) y que parece llevar su mente a dimensiones muy alejadas del momento presente, es la misma que fue tu guía camino del colegio, y también, en muchos aspectos de tu vida.

Este año, querida madre, no hay poema irónico-familiar acerca de tus paellas o tus migas, con todos los hijos y nietos alrededor de la lumbre y unidos por tu cariño y el de papá, tu Bernardino, con quien compartiste, juntos, más de 60 años. Es, tan sólo, una carta de desahogo, de lamento por no poder acompañarte cuando, en una desapacible y lluviosa tarde de abril, casi de forma clandestina, con sólo tres asistentes permitidos en el cementerio de Cuenca, se depositaron tus huesos allí donde ya se encontraban los de tu hijo, mi hermano José Luis; a quien apenas pudiste contarle cuentos, ni acunarle, pues falleció a los seis meses de vida. Sirva, también, como mensaje de parte de papá, de tus hijos y nietos, con el ruego de que veles por todos nosotros. Papá aún se gira para buscar la mano de su Pilar, cuando comienza la misa en televisión, o cuando se despierta, mirando hacia tu cama, para comprobar si estás bien tapada durante la noche. Y, por favor, dale un beso de nuestra parte a tu hijo Nano, Bernardino; quien falleció sólo unos días antes de que tú lo hicieras, y de cuya ausencia, tan repentina, no tuvimos el suficiente valor de informarte, para no llevar más dolor a tu cuerpo ya debilitado. Ahora te acompañará, junto a José Luis, en la eternidad.

Me es difícil continuar escribiendo; pero sabes que seguiré hablando contigo siempre, en cualquier momento. Y que sé que cuidarás de mí, de todos nosotros, como nunca has dejarlo de hacerlo.

Nunca dejaré de recordarte. Y aún menos, de quererte.

Con todo mi cariño, tu hijo Javier.