José Miguel Carretero Escribano
El presente texto, con las fotos que lo ilustran, acaba de ser publicado en la Revista «Cuadernos de Semana Santa» editada por mi Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno (de El Salvador). Me es muy grato ofrecerlo también aquí, en «Voces de Cuenca», siempre para que en Cuenca conozcamos mejor y así valoremos como se merece a nuestro gran paisano el Doctor Don Alfonso Merchante Iglesias.
Es, sin duda, clamorosamente, uno de los conquenses más ilustres paridos en esta Ciudad nuestra en todo el siglo XX. Para mí, y me mojo, y no me quemo, el que más y eso que le he dado vueltas buscándole un afín, a él tan sin igual, personaje, personalidad, persona: buena.
Ahora intentaremos el imposible de resumir una vida plena, fecunda, desde luego que extraordinaria en logros profesionales y con miles de paisanos suyos agradecidos hasta venerarlo como santo laico, en realidad beatificable por el Vaticano (y por el “Vati”) con méritos de sobra.
Pero lo primero es que Alfonso Merchante Iglesias nació el Día de los Inocentes, esto es, 28 de diciembre, del año del Señor 1921. Era el primer hijo (“robusto niño” según la prensa local, en ecos de sociedad) de Pedro Valerio y Concepción; pronto llegaría su hermana Carmen y, apenas, la pena fatal, mortal: el joven padre, con 34 años, enfermaba y fallecía en septiembre del 23, dejando viuda y dos criaturas, una en mantillas y el mayor sin cumplir los dos añetes.

Y claro que marca esa tragedia familiar tan atroz, a la vez que afianza un vínculo indestructible entre los hermanos y para con la madre. Además, en el caso de Alfonso forjará la convicción, fortísima, de estudiar sin límites y hacerse Médico, para salvar vidas y prolongarlas. Y siempre, con él y explicándolo todo, aflora, balsámica, la espiritualidad: la Fe con mayúscula, en Dios, en el Hombre y en la Medicina.
Por eso, recién acabada la guerra incivil, ya hecho y derecho, saltó a Madrid, a la Facultad de la Central, de “la Docta”. Y allí empezó a comerse el mundo: Premio Extraordinario de Licenciatura en el 45. Es que se salía, sobresalía. Pronto apareció, atento, con evidente y proverbial ojo clínico, el gran Don Carlos Jiménez Díaz, eligiéndolo para su imbatible equipo y guiándole los necesarios pasos hacia la excelsitud. Se juntó el pan bendito con las ganas voraces. Y la Ciencia, no infusa, sí ganada a pulso, a sangre, a pico y pala, habitó, creciente y exultante, en este Alfonso de Cuenca, Doctor cabal porque leyó la Tesis en el 53.
El último escalón era completar formación en los Estados Unidos de América. Y en USA lo esperaba el alto padrinazgo de la santísima trinidad patria expatriada; a saber: Severo Ochoa de Albornoz, Francisco Grande Covián y Santiago Grisolía García, los dos primeros asturianos y el tercero valenciano, coetáneo de Carmen Merchante con la que compartió clase en el “Insti” conquense. Con los brazos bien abiertos lo recibieron. Y se admiraron los cuatro.
Alfonso, becado por la “Daugherty Foundation”, recaló en Minnesota, donde moraba Grande, y en su Universidad apuró dos intensísimos años, dejando honda huella hasta merecer ser nombrado de por vida “Honorary Fellow”. No le arredraron los tremendos fríos imvernales del Estado norteño fronterizo con Canadá, acostumbrado él a los bajo ceros nuestros del San Julián de enero, por lo menos los de antaño (esa rima del “se hiela el agua en el puchero”). Algo de eso le contaría a su madre Concha en las filiales cartas transoceánicas escritas de puño y letra y que se conservan.
A la vuelta le aguardaban la gloria y el futuro. Sobre todo Josefa Medina Gil, su novia albaceteña. Se casaron de inmediato, el 20 de junio del 56. Tuvieron seis hijos: Concha, Alfonso, José María, Antonio, Celia y Carmen. Sería el suyo un amor total y eterno. A mí ahora, que he manejado documentos familiares de los Merchante Medina, me ha recordado el que sentía Sorolla por su mujer Clotilde: así era, es, el de Alfonso hacia la suya, Pepa. Es que se ve hasta en los pequeños detalles del álbum oficial de fotos, muchas de actos muy solemnes: a los pies titula él, identificando, y leo, tal cual, “Pepa, guapísima”. Lo dicho.
Hicieron su lar madrileño y bonito en Plaza de Argüelles 7, estratégico punto a unos pocos minutos andando de la Fundación Jiménez Díaz. Porque ese fue el destino, maravilloso, de Merchante, la formidable Clínica de la Concepción (así llamada en honor a Conchita Rábago, esposa de Jiménez Díaz), capaz de sostenerle el pulso en calidades a la Clínica Mayo de Rochester, aunando atención sanitaria de vanguardia, docencia e investigación. Y ahí Alfonso será el paradigma y su dogma el esfuerzo que afina el talento, sin reservas, sin horarios: madrugaban los hijos para estudiar y se encontraban ya la luz encendida del despacho paterno y dentro él preparando lecciones y quintaesenciando tratamientos.
Hoy tengo en mis manos un extractadísimo currículum del Doctor Merchante, acaso el último, fechado en 1999 y con el logo moderno de la FJD. Y a pesar de la muy excesiva y pudorosa concisión, rayando el laconismo, es mareante. Y por cercanía con mis quereres y añoranzas, me asombra sobremanera la parte docente, decente y fabulosa: más de tres décadas enseñando en la Complutense y en la Autónoma (incluidas las clases impartidas en la imponente Aula Magna de la propia Fundación, que yo conocí, oyente de extranjis), amén de dirigir la Cátedra de su Maestro en el Hospital Clínico de San Carlos.
Dice, como si tal cosa, que es autor de más de 250 publicaciones en revistas especializadas nacionales y extranjeras, de varios capítulos escritos en más de quince libros y tratados de Medicina Interna y con gran número de Ponencias en Congresos y Conferencias dictadas por todo el mundo.
Ah, y ha dirigido muchas Tesis Doctorales. Me quedo aquí con una especial, porque el discípulo doctorando fue Primitivo Rubio Pérez, conquense, año 69; ahorro el título largo.
En registros universitarios, sus impresionantes cifras me recuerdan las de mi querido pariente Julián Briz Escribano, muy prestigioso Catedrático de la Politécnica madrileña, natural también de Cuenca y todavía en plena producción feraz.
En fin, la relevancia mundial médica de Alfonso Merchante Iglesias luce y reluce urbi et orbi como un sol de mediodía que no se pone, cual en el Imperio de Felipe II. Y desde luego en Hispanoamérica se lo rifaban para presidir por su prestigio Academias y Asociaciones: hizo más que toda la ristra de Ministros de Exteriores y de Sanidad de la arrumbada metrópoli. Y, como en el verso, Cuenca en medio.
EL MÉDICO PRODIGIOSO.
Casi titulo “El mágico prodigioso”, del drama calderoniano, pero lo suyo no era magia sino ciencia y sapicncia, paciencia y empatía, piedad y probidad, con un destinatario principal: el enfermo. Lo he visto actuar, rodeado de estudiantes ávidos de aprender en un revoloteo de batas blancas; sobre todo lo he vivido en propia experiencia familiar: es que, Don Alfonso mediante, fueron ocho años con mi padre en la Fundación, ingresos prolongados, regresos acuciantes y, tal que los nombres de las Vírgenes nuestras, angustias, amarguras y esperanzas; nunca nos dejó en soledad; siempre nos amparó.
Tengo contado que aparecía Merchante por la habitación tristona y se hacía la luz. Porque amén de irradiar sabiduría y confianza, regalaba un trato personal cariñoso y conmovedor, con una cercanía humildísima que acentuaba su grandeza. Y si encima eras conquense, es que repicaban las campanas.
Pero además del diagnóstico certero y de la aplicación de terapias razonadas y exactas, con técnicas novísimas, su presencia y su palabra infundían energía y optimismo, ánimos y ganas de luchar, hasta desafiando evidencias: “¿pero tú qué haces aquí, si ya estás mucho mejor?”, y al postrado interpelado, pálido y lacio, le subían de repente los colores en un milagro. Doy fe. Era el ejercicio de la Medicina con psicología, vital y vitalista, divinamente humano. Mano de santo.
Su sobrino el Doctor Fernando Sáiz García (casado con Carmen Morón Merchante), persona a la que admiro como magnífico Director que fue del “Virgen de la Luz”, desarrolla, entre otros, este punto en un precioso y preciso artículo que publicó en 2003. Añade esta cita de Shakespeare: “el verdadero médico posee un inmenso interés por el sabio y el tonto, el orgulloso y el humilde, el héroe estoico y el pordiosero quejumbroso; se preocupa por la gente”. Y concluye, atinadísimo, que “Alfonso Merchante supo ser el verdadero Médico”.
Es que es así. Atendió por igual a pobres y a ricos, a famosos y anónimos, a una infinidad de recomendados directos e indirectos, a mansalva, a destajo. Y, por lo que nos toca más de cerca, a una legión de “dieciséis/barra”, que es como en el histórico argot para iniciados se nos conoce y reconoce a los afiliados de su tierra. Con siete siglos de por medio nos aplicó a su salvífica manera el privilegio otorgado por el otro gran Alfonso, el VIII o de Las Navas, en ese Fuero que, por única vez, nos distinguió. O sea, el “di que eres de Cuenca y entrarás de balde”. Jamás en balde.


Y siendo esto muy cierto, es justo y necesario, como recitamos en Misa, memorar aquí el especial caso de Don Severo Ochoa. A nuestro Premio Nobel lo fueron trayendo y atrayendo a España a través de la Jiménez Díaz, ya fallecido el fundador, a finales de los sesenta; lo supieron hacer, con Merchante de adalid en la sutil operación: ganó la Ciencia a la política. Cuando la vuelta ya fue definitiva y dejó de ser “extranjero en los campos de mi tierra” (vaya verso de Machado, Antonio), Ochoa sentenció inapelable, eligiendo a Alfonso Merchante Iglesias como su Médico personal. Eso es un acto de fe, racional y muy justificado: escoger al mejor y fiarse bien seguro, a sabiendas de acertar.
Quien mejor ha narrado esa relación es Marino Gómez Santos, renombrado escritor y máxima autoridad, como biógrafo de Don Severo, sobre el que tiene escritos y publicados ocho libros, una pasada. Resumo, qué remedio, escogiendo situaciones. Lo principal fue la mutua confianza, traducida en obediencia total de Ochoa hacia los dictados terapéuticos de Alfonso y en el empleo por éste de todas sus dotes sanadoras de cuerpo y espíritu hacia el viejo y aviejado Maestro, a quien la muerte de su esposa le destrozó el alma.
Y ahora, la anécdota, que me ha terminado de perfilar Antonio Merchante Medina. Está Ochoa ingresado en la Clínica de la Concepción, con su Médico en la cabecera, y resulta ser día de elecciones generales. Alfonso se despide por un momento: “Hasta luego, Severo, porque me voy a votar”. Y el paciente, nada impaciente, le contesta, rápido y listo, con toda intención: “Pues que Dios te ilumine”.
Estaban ellos dos y Marino entre las cuatro paredes y, marchado el Médico, cuenta Gómez Santos esto: “El doctor Ochoa me dijo: ¡Cuánto envidio la religiosidad de Alfonso, porque su fe le hace feliz!.Y cuánto desearía yo tener un pretexto para vivir en esa paz que él tiene”.
Lo público y notorio es que, en su último día terreno, “Ochoa murió en los brazos del doctor Merchante”. Y que, por disposición testamentaria del gran Maestro, su gran Médico, Alfonso, fue nombrado Patrono de la Fundación Carmen y Severo Ochoa. Lo más de lo más. No hay quien dé más.
MERCHANTE: CUENCA.

Nos venimos para casa. Es que no sería exacto decir Merchante y Cuenca, aunque la conjunción fuese absoluta, porque son la misma realidad; llevándolo al extremo, una sola carne: él es Cuenca. Y además resulta facilísimo mostrarlo y demostrarlo con su vida y obras. La prueba testifical es, todavía hoy, masiva y abrumadora, pues pasada ya una generación o incluso dos, viven y perviven muchísimas familias conquenses a las que él ayudó en las peores situaciones, ante la enfermedad oscura y la muerte amagando. Eso no se olvida. Nunca.
Su hijo Antonio me evoca recuerdos infantiles de los primeros viajes Madrid-Cuenca por la grisácea N-400 en los años 60. Conducía Don Alfonso y les iba pregonando a los hijos todos los carteles publicitarios: “¡Mirad ese: visite Cuenca!”; “¡Fijaos, Cuenca es única!”. Y coronando Cabrejas, con el Socorro al fondo, la emoción devenía inefable.
Luego, ya aquí, “es que tardabas dos horas en recorrer Carretería”, entre paradas, abrazos, loores y peticiones; todavía no existían los móviles ni los selfis. Lo más grato era coincidir con los amigos de niñez y juventud, que lo seguían llamando “Alfonsito”; él estaba en su salsa, en su sitio, donde quería y solía.
A la mínima ocasión, y a veces sin poder, se escapaba con destino Cuenca, para respirar oxígeno y rezumar felicidad. Desde luego y por siempre, la Semana Santa era cita ineludible. Y aunque existía la “casa de los Merchante” histórica, en Calderón de la Barca 9 y 11, Alfonso decidió construir edificio propio en su Ciudad natal. Se hizo con un solar en lo más alto de la Calle de San Pedro, acera de los pares, a mano diestra subiendo, y le encargó el proyecto a su primo Arquitecto Arturo Ballesteros Ochoa, quien, obviamente, con talante y talento, no defraudó. Era 1969. Luego, en el 90, Antonio, Merchante Medina, el hijo también y tan bien Arquitecto, incorporó una reforma.
Y esa casona, noble y blanca, pétrea y con alma, se convirtió en la predilecta “niña de sus ojos”, el primor de los amores. Le hacían en Madrid un regalazo al Doctor Merchante y éste lo tenía clarísimo: “Esto va para la casa de Cuenca”. Y era inútil la réplica: “Pero si sólo estamos unos pocos días al año”. Ya, ya. Olvidaos. Lo mejor tenía que orlar su arca de la alianza y puerta del cielo; sin desdoro del Madrid acogedor, suyo también.
Entre medias, para hacer más llevaderas las esperas, les llegaba a Argüelles, puntual y sin falta, un contundente paquetón de sabrosos chorizos personalmente hechos por Boni Tejedor (viuda de Pepe Roibal, tía de mi suegra), que decían “comedme” y “viva Cuenca”. Así se explica la jovial broma del Doctor Merchante con alguno de sus paisanos ingresados: “Te voy a cambiar el gotero por una ristra de chorizos de los nuestros”.
Por lo demás, Alfonso tenía la necesidad de rastrear la vida de sus ancestros, en especial de la figura paterna. Certifica muy bien Chema Díaz Torres, otro Doctor y conquense, que lo vio “llorar cuando recuperó el original del título de su padre”, añadiéndolo al “suyo de bachiller (y) el de Matrícula de Honor en dibujo lineal, Instituto Juan de Valdés, 30 de septiembre, 1935”.
Avanzo 50 años, a 1985. Aquel estupendo Ayuntamiento de consensos que por entonces regía la regia Ciudad nuestra, tomó óptima decisión: nombró Hijo Predilecto de Cuenca a Don Alfonso Merchante Iglesias e Hijo Adoptivo a Don Segundo Pastor Marco (el gran guitarrista, alcarreño de Poveda, casado con Julia Sarro; insuperable su versión del Mayo conquense). En ambos casos, por unanimidad, que no es una nimiedad. Cito a tres de cada lado: Navarrete, Fernando Herráez y Consuelo Ruipérez; Jaime, Luis Esteban y Pepe Hergueta. Olé.
Y aquella fue la mía, por partida doble. Me entusiasmé y remangué, escribiendo un artículo elogioso, que salió en “Gaceta Conquense”, espléndido semanario dirigido por José Luis Muñoz, con formato y estética casual o causalmente cercana a la de “El País” y heredero de la mítica Revista “El Banzo”, que tengo encuadernada entera por regalo de mi Hermano Ramón Gómez Couso. Tela. Hice lo que pude. Lo mejor es que ese texto, en parte rescatado por José Vicente, Ávila de Cuenca, para su enciclopédico blog, salió con varias fotos del acto oficial de entrega de distinciones y se ve a Merchante con su sonrisa perenne dibujada bajo el bigotillo fino; muy encandilado.
Mi suerte añadida, honor inesperado, fue la de oficiar de joven Secretario accidental Municipal para la solemne ceremonia, en San Miguel, el 21 de septiembre, o sea, Día de San Mateo, tras la procesioncilla civil devolviendo el Pendón a la Catedral y la subsiguiente Misa, con los maceros y la Banda de Música embelleciendo los traslados.
Estaba radiante la antigua Iglesia, la de los Conciertos Sacros, la del Ecce Homo y los Pregones del ayer. Leí el acta plenaria y las respectivas abreviadas relaciones de méritos de ambos galardonados. La que se honró fue Cuenca.
Han pasado casi otros 40 años; 39 se cumplirán en este 2024. Y, sin la venia, opino. Repaso el callejero de la Ciudad y me falta Alfonso Merchante. Por ejemplo sí que tiene Plaza, merecida, Segundo Pastor. Y en cuanto a Médicos, tienen Calle el Doctor Ferrán (bacteriólogo tarraconense), el Doctor Fleming (escocés, descubridor de la penicilina), el Doctor Galíndez (alavés, oftalmólogo, ya más vinculado con Cuenca porque la visitaba y atendía gratis a los pobres) y dos conquenses de cuna, el Doctor Alonso Chirino (nacido hacia 1365, padre de Andrés de Cabrera, otro prohombre) y el Doctor López Fontana (1883-1939, Director del Hospital de Santiago en los 20).
No me sobra ninguno. Pero nos hemos dejado la mejor boca sin tapar, desperdiciando a tutiplén bolas de partido, en especial durante los años de impostado crecimiento urbano hasta que estalló la burbuja. Reviso la ampliadísima lista de nuevos nombres agregados, en general más o menos aceptable, aunque con ciertos lamparones. Y, ante la absurda ausencia, me viene a la mente el llanto poético de Lorca por Ignacio: “¡Que no quiero verla!”.
A tiempo seguimos. Y no se trata de desnudar a un santo para vestir con una placa a otro, que Alfonso lo es y no santón en acepción segunda. Pero hay que tener memoria y aplicarla; ser consecuentes y justos con lo que se hizo bien en el 85, para quien hizo el Bien toda su extensa vida, por Cuenca y por la Humanidad.

SU JESÚS DE LAS SEIS.
Me ha costado rotular este apartado troncal, anhelando acertar. Por poco le plagio a mi admirado Manuel Millán de las Heras su “Nazareno del alba”, una preciosidad. Al final, lo más sencillo y puro define, definitivo. Y el posesivo “su” en la Semana Santa entendida como Dios manda, nunca es excluyente: siempre es compartido.
Pero lo del hermano Alfonso Merchante Iglesias con Nuestro Padre Jesús Nazareno de El Salvador, no ya es que sea fuera de lo común: sinceramente, no tiene parangón.
Leo y releo el informe que le pedí a Israel, Coordinador de este “Cuadernos de Semana Santa”, escrutando las Actas de la Hermandad, minucioso y exhaustivo. Y es que los datos te dejan anonadado, superando, a la velocidad de la luz, lo que ya sabías. Y confirmo, por testimonio de Antonio, hijo, que la del Jesús del amanecer santo (genialidad de Luis Calvo) fue la única Hermandad de Alfonso y de su prole.
Sí que hay una curiosidad, del todo lógica, fuera de las Procesiones y de su misma Ciudad, porque el Doctor Merchante “promovió la Cofradía conquense de San Julián en Madrid”, mucho más importante de lo que aquí pensamos. Memoro al memorable y romántico Salvador Zanón Mercado, para mí queridísimo, entre los que también dieron el callo por ese común fin. Y yo mismo recuerdo algunos de aquellos Sanjulianes de enero en el foro castizo; oían Misa y se juntaban a comer por el Barrio de las Letras. Había discursos de escritores postineros, como Domínguez Millán. Y quedaban para verse pronto en Cuenca: en Semana Santa.
Y no me espero más: Alfonso Merchante es bancero plusmarquista absoluto, yo creo que muy difícilmente igualable, no ya entre los del Jesús, sino de todas las Hermandades nazarenas nuestras. Sacó por primera vez la Imagen el Viernes Santo de 1942, banzo adjudicado por cien pesetas de las de entonces; él tenía 20 años y pocos meses. Y por última vez, al menos con banzo adjudicado, en 1993, a sus 71 años de edad. O sea, cincuenta y un años entre el principio y el final y con una fidelidad absoluta, apabullante; increíble pero cierta, porque aparece, sin falta, todos los años de los que hay constancia segura (en la década de los cuarenta hay unas pocas lagunas y lo mismo en la primera mitad de los cincuenta: me quedo con las ganas de saber si pudo venir de Minnesota en el 54 y 55).
Pero es que, con todo y con eso, quienes, como mucho, más se acercarían a sus cifras de récord serían mis venerados Nemesio Pérez del Moral (Los Espejos, hasta bordear los 70 de edad) y Lorenzo Carretero Almagro (Jesús del Puente, La Agonía, lo que sucede es que éste pasó a Capataz de ambos Pasos, y luego de La Santa Cena, en su mediada madurez).
Es emocionante. Es tremendo. Es un regalo que le quiso hacer su Dios.
Y esto significa que el hermano Merchante lo vivió todo y en primerísima línea, seguramente de puntal en la subida desde La Trinidad a la Plaza Mayor. Ante sus ojos bien abiertos bajo el capuz, ha pasado la historia entera y verdadera, lo bueno y lo mejor, lo duro y lo difícil, lo bello y lo sublime.
Ahora nos toca recrear, recreándonos. Y lo imaginamos extasiado al recibir la Imagen maravillosa del Jesús, recién tallada por nuestro Luis Marco incomparable en estado de gracia. Y tembloroso en su inmediato debut de muy joven bancero, con todas las ilusiones en flor. Y, poco a poco, ganando galones de experiencia, hasta llegar al decanato indiscutible, sin jamás invocar prelación alguna. Y, por bandera, ejerciendo esa discreta manera suya al pasar de discípulo a maestro, como en las demás facetas de la vida. Siempre leal. Siempre seguro. Eternamente humilde.
Y así un año tras otro, saltando décadas: los cuarenta, los cincuenta, los sesenta, los setenta, los ochenta; los noventa…
No hubo mejor bancero para el Jesús, alma blanca en túnica morada: “Trátalo bien, porque es Hijo de Buena Madre” solía decir, a propósito de sus Misas, Don Santos el Párroco. Y ese mandato fue cumplido, Ley de Dios.

Caminó con Él, por Él, hacia el Calvario. Y perennes, desde la madrugada hasta el mediodía, aletearon junto al Paso, ángeles custodios, los poetas. Así Federico Muelas, con sus gafas oscuras y las ideas claras: “Como agua represada, como pájaro herido, como niño medroso, cual paloma sedienta, en tu rostro, en tus manos, busca la luz cobijo, Jesús de la mañana por las calles de Cuenca”. Así José Luis Lucas Aledón, con barbas y clarín: “Nunca será Tu noche. Sin locura vibrará siempre Tu cuerpo a la deriva, bajo madero de arista dura que clava su infierno en Tu Carne viva”. Así Guillermo Osorio, hombre de soneto en pecho: “Nazareno, más dios que Dios clavado, más clavado en Amor que tu agonía, no le dejes a Dios que se te muera”. Marca Cuenca.
Y, por supuesto, con el Jesús, delante, a su lado y de su lado, las santas Turbas, genuinas y divinas, históricas e inmortales. Patacos, Planchas y Pantaleones; o sea, Aguilares, Miranzos y Torrecillas; con carácter y coraje, linajudos. Y muchísimos más, extraordinarios, necesarios, carismáticos; providenciales. Imprescindible José María Muro, que hasta tiene marcha dedicada por el Maestro Pepe López Calvo. Y tengo pendiente seguir hablando con el buenazo de “Fochi”, para que me desvele más claves en presencia de Julio Rebenaque.
Ah, y de todos los Capataces, magníficos, que tuvo Alfonso Merchante, saludo y beso, mirando al Cielo, a mi inolvidable tío José Antonio Molina Parra, quien supo concitar todos los cariños. Leo su nombre y cargo en una lista de banceros del año 76, escrita a máquina, que nos pasó Alfonso Olivares De la Rosa, otro grande. No se borra la tinta en el recuerdo indeleble. Por descontado, en ella está Merchante y ya, además, su hijo Alfonso, porque nuestro Doctor lo fue arrimando, a él, a José María y a Antonio, para llevar La Verónica y a veces al Nazareno de Las Seis.
Bajaban en familia desde la casa de San Pedro, todavía en noche cerrada, casi parando tanto como en Carretería, para buscar la afilada aguja, pétreo capuz, de El Salvador, principio y final de todo. Juntos vivían las horas esenciales, definitorias de la Cuenca amada.
Y luego, de regreso, tras de los últimos abrazos, sudorosos y cansados, hacían parada y fonda ritual en casa de Ángeles Gasset, preclara vecina de su misma Calle, que los obsequiaba con una refrescante y deliciosa zurra, casera y reposada. Gloria bendita.
El sol del Viernes Santo caminaba hacia su tarde. Como la vida.
BLANCO Y MORADO.
Se fueron acortando los tiempos y acercando las despedidas. Llegó el momento de claudicar y ni siquiera ya vestir la túnica querida y compañera, casi segunda piel.
Ilustra este texto una fotografía fedataria: Alfonso Merchante asomado a un balcón de la casa de sus entrañables Guadalupe y Perico, hortelanos de raza y honor (ella prima de mi suegro, apellido Recuenco, dinastía “Chequilla”), en Alfonso VIII, número 7, casi en la Anteplaza. Justo debajo está pasando su Hermandad, su Paso, su Jesús. Y, por excepción en quien era canon de la vivaz sonrisa, acaso parece atisbársele una leve sombra de añoranza en su mirada. Es que es lo natural, ese querer “seguir estando donde siempre estuviste”, ese poder “volver más tarde, próxima ya tu noche, siquiera un corto tramo, en gallarda actitud”, que así lo sentí escribiéndolo.
La foto lo dice todo de ese instante capturado y libre. La conserva como oro en paño Pepa Medina en su dormitorio conyugal: sobran explicaciones.
Siguió, empero, girando el barojiano reloj de las horas que hieren: “vulnerant omnes, ultima necat”. El Doctor Merchante nunca se jubiló. Continuó cumpliendo, con esmero y unción, todas sus responsabilidades institucionales en la Fundación Jiménez Díaz, cuyo Patronato presidió, y ejerciendo de Consultor-Jefe de Medicina Interna. En todo siguió a su Maestro Don Carlos, el del lazo de pajarita atildada; bueno, salvo en la alergia del viejo fundador a las manzanas, que nos contaban los celadores de la Clínica en las atardecidas interminables a pie de cama.
Lo principal, en su sacerdocio médico, siempre, siempre, el enfermo. Y lo vuelve a explicar muy bien el Doctor Sáiz, ligándolo a las “profundas raíces cristianas” de su tío y citando esa frase de San Pablo, de Corintios 1, rotulada en grandes letras sobre el altar de la Capilla de la Jiménez Díaz: “Y aunque poseyera toda la Ciencia, si no tuviera Caridad no sería nada”.
Así fue. Hasta el final. Un señalado día, el 15 de mayo del 2002, San Isidro, fiesta en Madrid y festejado en Cuenca, Don Alfonso acudió para acompañar al quirófano a un amigo; cómo si no; en acto de servicio. Y en los pasillos del Hospital le sobrevino un traicionero ictus, agrediendo súbitamente a su privilegiado cerebro. Sin solución.
Ahí, él tomó su Cruz. Con la misma entereza y dignidad que iluminaron todos los actos de su vida. Y ya fue recorrer su Camino del Calvario.
Apenas pocos meses después, el 8 de enero de 2003, casi recién cumplidos los 81, entregaba su alma a Dios. Morir para nacer. Volar hacia la Vida. Por supuesto, me dice Antonio, “es que no había duda de enterrarlo en Cuenca”.
La Iglesia de San Pedro, al lado mismo de su casa conquense, acogió una Misa Exequial multitudinaria; es que estábamos apiñados y el frío que sentimos era el de perder a nuestro amigo, médico, paisano, hermano, mentor y referente moral. Se nos iba, para quedarse con nosotros.
Asumió Antonio Merchante Medina la responsabilidad de diseñar la sepultura paterna. Y cuajó en ella una formidable lección de calidad profesional y cualidades humanas: vanguardia arquitectónica; sensibilidad; perfección expresiva; amor filial.
Así me la define: “Es una forma moldeando el vacío, para que la cruz se extienda sin acabar”. Y es que así es. Y, humildemente (claro, él hijo de su padre), me menciona a otros creadores como el Arquitecto japonés Tadao Ando, con una ventana y cristalera en forma de cruz que es una “grieta en el muro”, o como el artista lanzaroteño César Manrique, sutil integrador de espacios en el ambiente natural.

Nos situamos ahora ante la tumba, muy cerca de la entrada, a mano derecha, del Camposanto Municipal “Santísimo Cristo del Perdón”. Nada que ver nuestro Cementerio con las deshumanizadas necrópolis de las grandes urbes: aquí hay pajarillos que anidan en la enramada y ardillas pizpiretas que trepan por los cipreses. Y estamos en pie, sobre la tierra santa de nuestros ancestros. Serenamente.
Se perfila en efecto la cruz abierta, hacia el infinito; a su través la arboleda nos ofrece un hálito de vida, alzándose recta, oración con raíces y esperanzas. Madera recia y piedra blanquísima, color pureza. Leerse puede: “Alfonso Merchante Iglesias”. Y debajo: “Médico” Y más abajo, las fechas de nacimiento y muerte. Nada más. Todo.
Tiene escrito Gómez Santos, en el obituario que le dedicó en “Abc”, esto sobre nuestro Alfonso: “Algunas veces le he sonrojado al decirle que era una de las batas más blancas de la Sanidad nacional”. Exacto. Blanco. Bata blanca. Como su alma.
Pronto la primavera nos traerá de su mano la Semana Santa. Y brotarán en un prodigio las violetas tempranas y los delicados zapatillos de la Virgen. Flores moradas, a la vera de la piedra blanca. El alma no reposa; es libre y vive.
Y llegará el Viernes Santo.
No es una ensoñación. Es el Jesús que avanza, en su barco de luces. Rosicler y bruma. Alba y mañana. La Cruz marca el Camino. Se arquea el Cuerpo de Cristo bajo la túnica inconsútil. A sus pies lo alzan en vilo, en andas, desde el suelo. Y en volandas lo llevan los Banceros del Cielo.
Cuenca, febrero de 2024.