Al Paso de la Caña

José Miguel Carretero Escribano

Empiezo confesando que, a día de hoy, todavía no estoy inscrito en la Hermandad de Nuestro Padre Jesús con la Caña, muy antigua, ilustre y venerable. Y precisamente por eso me pedís que os escriba algo sobre cómo la veo yo “desde fuera”: pasa que, en realidad, yo me siento dentro; indiscutiblemente, hermano nazareno vuestro, en ese arco iris compartido de túnicas y capuces, todos tan juntos y revueltos dando culto a un solo Dios.

    Así es que voy a intentar responderos echando la vista atrás y con el alma por delante, sobre todo pensando en los más jóvenes que no han vivido situaciones pretéritas, diferentes y azarosas, ni conocido a personas que, desde luego para mí, son referentes y esencia, presencia y potencia del “Santo Paso de la Caña”.  

     Y me voy a un muy avanzado atardecer de Lunes Santo, años sesenta, hace ya casi otros tantos, entrando en San Antón de la mano de mi padre: para aprender y entender. Allí se hallaban los tesoros expuestos, los Pasos puestos y prestos, quietos y flamantes; esperando. La Iglesia estaba abierta y silenciosa, entera para nosotros solos, pues ya no quedaba nadie … excepto Teófilo. Allí lo conocí, ángel custodio a pie firme, al pie de la letra, pendiente de su objetivo: “Ya lo sabes, Miguel. Me he subido a las andas para encender las velas de los grupos y que se empiecen a gastar. Y aquí me quedo hasta que las mechas queden bien dentro de las tulipas, protegidas por el cristal, que si no luego el Jueves viene el aire, nos las apaga y nos deja a oscuras en mitad de la calle”. Elemental; genial.

     Y en esa estampa de época, maravillosa y tierna, en un momento y para siempre, con los mejores maestros, recibí una lección preciosa y precisa, personal y privilegiada, explicativa de profundos porqués. De “La Caña” y de la Semana Santa entera y verdadera. Me quedé prendado y prendido; admirado de la grandeza, una enormidad, de ese hombre pequeño de estatura y gigante moral.

     A la salida, claro está, le pregunté a mi padre que quién era ese señor amigo suyo, guardador jurado de aquel Jesús tan llamativo y lucido; la respuesta fue exacta, como siempre, con nombres y apellidos: “Se llama Teófilo Giménez Chafé”. Ahora, por ley de vida, es uno de los muy escasos que todavía nos acompañan y guían, desde esta orilla, de aquella generación excepcional, insuperable e inigualable.

     Eran pocos y bien avenidos. A veces sufrían para cubrir los banzos en las Hermandades de historia grande y censo pequeño (ese “apenas diez apellidos, veinte familias apenas” en el poema magistral de Federico el más nuestro), sobre todo si el color de la túnica no era el morado multiusos sino el amarillo de La Agonía, el celeste de La Amargura, el beis que para mí es tierra, de La Exaltación, o el rojo en diversos tonos, granate, o escarlata, o corinto o qué sé yo, sobre el que todavía rebuscan los expertos en cromatismo, a propósito del Ecce-Homo de San Miguel y del Jesús con la Caña. Con el más difícil todavía en el último caso: túnica y capuz, y además de paño y terciopelo, y además con cola.

     En casi todas, llegado el día más esperado y en plena faena, no faltaba la frase proverbial del mandamás de turno, algo agobiado en la Procesión yendo y viniendo: “Estiraos más en la fila, que se queda el Paso solo”. Es lo que había y ahora sorprende. Con todo y con eso, el Jueves Santo era un apogeo de luz y primavera: en flor el árbol del amor en la curva de la Audiencia; en esplendor el cortejo, soleado y brillante, zigzagueando Cuenca arriba y adentro; las marchas sonando entremezcladas, entre sí y con las horquillas y los mirlos; el agua cantarina bajo el puente y la muralla; el alma en pie.

     Y llegada la noche, desde los balcones de Carretería veíamos pasar el desfile, mermado, digno y solemne, sin cortes ni carreras (algo tan simple, ayer y hoy, como parar la cabecera a tiempo y suturar los huecos); cada Paso llamaba la atención por su ser y por su estar, y así, para mí, La Caña era la elegancia andante, el color, el calor. Y por supuesto, buscábamos a Teófilo entre los nazarenos para identificarlo: facilísimo, por sus inconfundibles trazas y porque en cada parada se giraba hacia su Imagen para contemplarla extasiado. Es que eso es la Gloria en la tierra. Es que Teo lo lleva en el significado de su nombre: el amigo de Dios, el amado de Dios.

     Avanzo en el tiempo y en la vida, para detenerme en otras dos personas muy principales, queridas y admiradas. Nos ponemos en pie y nos descubrimos, remangando el capuz a la antigua y dejando el escudo bien visible.

      Empiezo por Pilar Martínez Ballesteros, histórica Camarera de la Hermandad. Son una riqueza del léxico nazareno, reliquias a conservar y venerar, nombres y menesteres, cargos y cargas, como Nuncio, Capataz, Contador, hasta los Vocales que son consonantes; Camarera, en la acepción tercera del diccionario de la RAE: “Persona, generalmente una mujer, que tiene a su cargo cuidar el altar y las imágenes en las cofradías o hermandades religiosas”. Bien definido.

   Pues eso ha sido Pili, afanosa y entregada, orgullosa y sacrificada; maestra en sabanillas y frontales; catedrática en la disciplina del manto y el bordado. Siempre con la sonrisa franca, herencia de sus padres Eustaquio y Agustina, los inolvidables Santeros de “La Esperancilla”. Y ésta su ofrenda vital para “La Caña”: coser y cuidar y planchar impecable (ella, casada con un “Planchas” genuino, el buenazo de Toni). Al fin todo se resume en la clave de siempre: servir y no servirse.  

     Y sigo con Aurelio Martínez Pérez. Lo defino así: Caballero Nazareno. En dos palabras y en mayúscula. Da gusto hablar con él, educado y sencillo, laborioso y afable, entendido y humilde, con su imprenta, “la Minerva”, convertida en sede segura, real y perpetua del mundo cofrade suyo y nuestro. A su Hermandad predilecta le ha aportado la ilusión a manos llenas, a manojos las obras que son amores, pero además un tono, un tino, un estilo. Y, claro, perdurable y por línea recta, toda su prole, en masculino y femenino, ayer criaturas rubias alineadas en la fila central tras del Guión y hoy mujeres hechas y hombres derechos: ya le han dado nietos y asumido tareas en la Directiva.

     De él conservo como oro en paño, pues lo es, una foto clamorosa que me regaló del barro modelado de la Imagen, sacada en el estudio de Coullaut-Valera, todavía el de la Calle Ayala, corazón de Madrid. Es que impresiona ese Jesús con la Caña, corporeidad y espíritu, a punto ya de pasar a la madera sin perder el ánima. De allí a la eternidad.

     Me queda otra persona, personaje, que me lleva sobrevolando desde el principio con toda su vehemencia incontenible, cual un Júcar bravío en los deshielos. Es que lo tengo aquí, conmigo, como siempre que me pongo con las cosas de Cuenca y la Semana Santa en trance de escribir los sentimientos. Al lado y de mi lado. Sonoro y resonante. Naturalmente, José Luis Lucas Aledón.

     De todas sus muchísimas Hermandades (a punto de igualar al imbatible Don Emilio y, por ejemplo, doblando con creces mi marca actual de diez), coincidiremos en que la más de lo más para él fue y será La Caña, por unanimidad. Es la de la mortaja, la que dejas dicho y ordenado que te pongan esa túnica, suya y tuya, para el último viaje, el escudo en el pecho y al costado el capuz. Y eso, humanamente, es definitivo.

     Y claro que lo vi vestido así, de La Caña, en su ardiente capilla, y que lo lloré en San Antón cuando lo sacasteis a hombros, a paso de bancero, parándolo debajo del altar de Su Jesús. Pero es que él sigue vivito y coleando así en el Cielo divertido y lírico como en esta tierra amada de la que nos hace disfrutar con sus dichos y sus hechos.

     Yo creo que lo único que le negó Dios aquí fue “morir en acto de servicio”, en mitad de una Procesión, como él contase en un relato escrito suyo, del todo magistral y poco conocido, fábula fabulosa: un nazareno delante de su Paso, mirándolo a los Ojos, agarrando con ambas manos la tulipa encendida; le hiere el corazón un fulminante ataque; lo mata y cae y con él la tulipa que se hace añicos en el suelo. Es la vida que se rompe en un instante, con estrépito; pero el alma, enamorada, vuela. Y eso no hay quien lo mejore. 

      Con él termino mi lista personal, sentimental, de cuatro primordiales primorosos. Añado un quinto hermano, acaso desconocido para la mayoría, pese a ser contemporáneo nuestro: Juan Carlos Tello Moreno. Quizá alguno lo recordará, varado en su doliente silla de ruedas, contemplando anhelante pasar la Procesión desde su casa en Calderón de la Barca; yo lo rememoro muchos días de mi vida y hoy lo hago aquí para proclamar, certificado, que era muy devoto de su Jesús con la Caña, que acudía a San Antón a dialogar él con Él y que fue su nazareno de pies a capuz, uno más, nada menos. Y que ya es libre.  

     Me quedo en el presente. Hemos cambiado de siglo, como los tatarabuelos de los bisabuelos lo hicieron de sede santa, obligados, desde el arrasado San Roque, cruzando el puente, hasta el lar antonero y de La Luz. Ya no son los Cuatro Pasos y contamos hasta nueve en Paz y Caridad, y hasta cuarenta veces cuatro o más nazarenos en cada fila de La Caña. Hemos crecido para bien y os digo, es mi opinión, que no añoro el pasado salvo por las personas que quisiera abrazar en este mundo y rozarlas además de rezarlas. Desde luego, seguro es que fueron mejores y no les llegaremos ni al dobladillo de la túnica talar, pero las intuyo, presiento y siento felices por lo que, entre todos, hemos sido capaces de proseguir.

      Es verdad que llegamos a mesa puesta, con la Semana Santa preparada y lista, y ya. Con una imaginería inimaginable: verbigracia, lo que mostramos orgullosos el Jueves,   uno detrás de otro Marco Pérez, Capuz, Federico y Leonardo, hasta Hernández Navarro. Con un escenario natural y urbano que nadie más posee y nos envuelve, asombra y alza. Con los cinco sentidos en su punto, uso y disfrute. Sabiendo a lo que estamos, lo que somos. Y muy bien enseñados.

     Pues de eso mismo se trata con los que llegan. Y por ello me parece estupendo el rumbo mantenido y afinado por la Hermandad castiza de La Caña. Perdura esa estética asentada en lo perfecto, difícil y esmerada en el desfile, con las velas que crepitan, vacilan y resisten, dando luz y verdad, cera que arde de la tarde a la noche, de Puente a Puente y a contracorriente; cuidadosa y exquisita en los Cultos, para gozo de los más veteranos, infalible indicador. Y brilla la ética, la rectitud moral, el buscar los valores del bien: orar y laborar, así en el grupo de oración y el rezo de las cinco llagas como en las doctas sesiones de la Cátedra González Francés. Mucho y bueno.

     Ni siquiera el traicionero vendaval que aún nos aflige capaz ha sido de apagar los pabilos renegridos de nuestro nazareno ser: hemos perseverado en protegerlo, como Teófilo hiciese con las velas de las andas. Sigue luciendo ahora, cuando más falta hace, para nosotros mismos y para el mundo entero.

      En su humilde hornacina y altar de San Antón, como siempre y para siempre, nos aguarda El que no falla, con sus espinas lacerantes de acacia negra y su clámide en fulgor, con el cetro ilusorio y veraz; reo y Rey: Nuestro Padre Jesús con la Caña.

      Rezamos, sentimos. Y volveremos.

                                   Cuenca, 24 de Febrero de 2021.