Antonio F. Alarcón Pastor
Ha muerto don César. Así, de esta manera tan rotunda y con toda su crudeza es como nos hemos enterado muchos del fallecimiento de nuestro profesor, párroco y gran amigo. Ayer, me comunicaban el fallecimiento de César Arcas Sanz, al que quizás a muchos no les dirá nada su nombre, pero que algunos tuvimos el regalo de su amistad. Imposible para estos últimos no dejar caer alguna lágrima que exprese el dolor de su pérdida.
D. César Arcas Sanz, sacerdote diocesano, nacido en el pueblo conquense de Villar del Horno, un 24 de mayo de 1947, ha fallecido en Cuenca este 31 de enero de 2021 de forma inesperada. Recibió la ordenación sacerdotal en la Santa Iglesia Catedral Basílica de Cuenca de manos de Monseñor D. José Guerra Campos el 17 de junio 1971. Era, este presente año, donde reunidos todos sus amigos junto a él celebraríamos sus bodas de oro sacerdotales.
Corría el año 2005 cuando coincidí por primera vez con Don César en los pasillos del Instituto Lorenzo Hervás y Panduro de la capital conquense, en el que desde el año 1984 hasta su jubilación se mantuvo como profesor de religión. En aquel momento se inició entonces una verdadera relación de amistad, que ahora perdurará en la eternidad fundamentada en nuestra fe en Cristo. Y es que, si algo positivo me llevo de mi etapa como bachiller, es haber podido conocer aquel hábil docente, que con posterioridad se convertiría en un buen amigo y confesor. Aunque formado «en la vieja escuela» como solía decir él, jamás desfalleció en su labor docente de trasmitir la fe católica en las aulas, y algo haría bien, pues algunos de sus alumnos a día de hoy sirven a la Iglesia como religiosas, sacerdotes y hombres de fe. Siempre he creído que para los creyentes apenas existen las casualidades, y sin duda esta no lo es. Don César ha regresado a la casa del Padre, el día que celebramos la festividad de San Juan Bosco, en memoria de aquél sacerdote italiano que dedicó su vida a la educación juvenil y la defensa de la fe católica, exactamente lo mismo a lo que Don César se dedicó en cuerpo y alma aquí en la tierra.
Tras su labor docente, nuestro Obispo D. José María Yanguas le premió con «cargas, que no cargos» como me recordaba él mismo. Fue nombrado Vicario Episcopal de la zona de Cuenca y miembro del Consejo de Gobierno de la Diócesis de Cuenca, nombramiento que pude celebrar con él y que afrontaba con gran ilusión por toda la ingente tarea que tenía en sus manos. Párroco de Villar de Domingo García desde el año 1998, siendo sus primeros destinos como sacerdote La Ventosa, Villarejo del Espartal y Fuentes Buenas hasta 1989, año de su nombramiento como Vicario del Cristo del Amparo de Cuenca, Párroco de Palomera y Molinos de Papel.
A lo largo de estos quince años de amistad me enriquecí de una persona sencilla y bondadosa, amigo de sus amigos y con un inteligente sentido del humor. Entusiasta de María, la Madre de Cristo en la que confiaba plenamente, su Virgen de la Subterránea, Patrona de su pueblo natal. En mis últimas conversaciones con él, apenas hace unos días, nos emplazamos a vernos pronto para charlar y pasear, como lo hacíamos en los recreos del instituto. Pero Dios tenía otros planes para él.
Don César se ha marchado sin hacer ruido y en silencio. Convencido de su ministerio y en el bien a los demás que podía hacer a través de él. Quienes lo conocíamos sabemos que nunca se quejó de cansancio, que tras cincuenta años al servicio de la Iglesia afrontaba el día a día y sus responsabilidades como si fueran las mismas que su primer día de sacerdocio. Quedan para el recuerdo sus gestos, palabras y su honda y serena alegría de quien dedica su vida al servicio de los demás. Hoy, somos muchos los que rezamos no a Don César, sino a César, ese amigo al que esperamos volver a abrazar cuando nos llegue la hora, convencidos de que estará allí para recibirnos en las puertas del Cielo.