Aser García Rada (Agencia SINC)
Pediatra, doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid, actor y periodista freelance.
Al volcar nuestra esperanza en las vacunas, olvidamos que podríamos atajar la pandemia antes de lograr la ansiada inmunidad de rebaño. Para ello, además de mejorar el sistema de diagnóstico, debemos cambiar el paradigma que ha impregnado las estrategias contra la covid-19. Esto implica asumir que, como el amor de la canción Love is in the air, el nuevo coronavirus también flota en el ambiente. Por ese motivo, debemos desplazar el eje de las medidas para prevenirlos —desinfección de superficies y distancia física estándar— para vertebrar esfuerzos en ventilar los interiores.
Taiwán, que con 23,6 millones de habitantes no registró una sola infección doméstica de abril a diciembre, es un ejemplo de que la pandemia se puede abordar desde otra perspectiva. ¿Su secreto? Primero, un ejemplar sistema de diagnóstico y rastreo de contactos. Pero más trascendente aún fue que, gracias a la experiencia de los países de Asia Oriental con pandemias previas por otros coronavirus que no llegaron a Europa —el SARS, en 2003 y el MERS, en 2012—, entendieron pronto que el nuevo virus también se podía contagiar por el aire y generalizaron el uso de mascarillas desde el principio.
Esa forma de contagio, denominada transmisión aérea, se produce mediante los aerosoles, partículas microscópicas que expulsamos al respirar, hablar o toser y que flotan cargadas de virus en lugares cerrados sin ventilar en los que alguien está infectado. En interiores no ventilados el virus puede contagiarse aunque mantengamos los dos metros de distancia interpersonal.
Por eso detectamos numerosos brotes en residencias de ancianos, domicilios, restaurantes, discotecas u oficinas; y ninguno en playas, donde el coronavirus se dispersa a poco que corra el aire. Cualquier espacio exterior tiene menos riesgo que comer con amigos en casa. De hecho, compartir aire en espacios interiores es el factor de riesgo más importante para infectarnos. Así, es sensato clausurar interiores de restaurantes y no sus terrazas, donde contagiarnos es muy improbable salvo que nos tosan en la cara. Recordemos que en EE UU no hubo brotes reseñables tras las masivas manifestaciones antirracistas de 2020, pero sí tras celebraciones familiares, como el Día de Acción de Gracias. En España, se dispararon tras Navidad.
Es en interiores donde hay riesgo alto
Resulta descorazonador que aún no tengamos claro que el riesgo de contagio se da en interiores cerrados, a lo que sin duda ha contribuido el uso partidista de las políticas frente a la pandemia y la amplia polarización en nuestra sociedad. Aunque resulte chocante, y sin abordar lo referente al civismo y el riesgo añadido por el consumo de alcohol, las celebraciones del fin del estado de alarma en las calles de muchas ciudades o las de la calle Génova tras las elecciones a la Comunidad de Madrid entrañan bajo riesgo de contagio porque ocurren en espacios abiertos. Lo grave, en cambio, son las fiestas en casas con las ventanas cerradas, los interiores de bares y locales de ocio, las reuniones familiares en domicilios, y los espacios no ventilados.
El riesgo de contagio en interiores crece si nos aglomeramos y cuanto más tiempo pasemos dentro porque hace falta inhalar cierta cantidad de virus para contagiarnos. Aumenta de forma significativa a partir de quince o treinta minutos, con lo que entrar un momento a comprar pan tiene un riesgo muy bajo. También aumenta si en interiores cantamos, gritamos o estamos agitados porque así exhalamos e inhalamos más cantidad de virus. Por eso es frecuente que decenas o centenares de personas se contagien en clases de gimnasia, discotecas o ensayos de coros, como le ocurrió al Coro del Teatro de la Zarzuela al principio de la pandemia.
Una buena ventilación es la principal medida para evitar contagios porque es la que hace que un interior se parezca lo más posible a un exterior. Sobre lo determinante de la ventilación versa un reciente editorial en The BMJ que también explica cómo esta pandemia ha redefinido el concepto de transmisión aérea. El debate conceptual sobre las connotaciones del término se ha enquistado en la comunidad científica como el de si fue antes el huevo o la gallina. Así, aunque hace más de medio año que conocemos la importancia capital de ventilar interiores, persiste la falsa idea de que la clave es tenerlo todo como los chorros del oro.
Si un espacio cerrado, como un colegio o un comercio, no tiene un sistema de ventilación adecuado, debe mantener puertas o ventanas abiertas. También hay que ventilar los domicilios donde alguien se haya infectado. Basta dejar dos aberturas en lados opuestos para que corra el aire, lo que constatamos si se mueven las cortinas o con un medidor portátil de CO2, el gas que exhalamos al respirar.
Las mascarillas son la siguiente medida clave para evitar infecciones. Pero las llevamos en la calle, donde casi nadie se contagia, mientras nos las podemos quitar dentro de un restaurante. Seamos más estrictos en interiores, donde son más recomendables las de mayor capacidad de filtrado —FPP2 o KN95—, que en exteriores, donde solo tienen sentido en aglomeraciones. Y recuerde adherirla bien a la cara. No usemos excusas, si respirar con mascarilla enfermara, no quedarían cirujanas ni cirujanos sanos.
Mascarilla, silencio y ventilación
En este contexto, es triste que muchos cines hayan cerrado: no conocemos brotes en cines. Además de su mayor amplitud, aquellos interiores donde estamos tranquilos, en silencio y con mascarillas son más seguros porque así exhalamos e inspiramos el mínimo de aerosoles posible. Ocurre igual en otros entornos culturales, como museos, teatros o bibliotecas y en el transporte público urbano. De hecho, tampoco existen brotes documentados desde que usamos mascarilla en metros, trenes de cercanías o autobuses urbanos, a lo que contribuye que se ventilen en cada parada. En Cataluña o Valencia ya se recomienda mantener silencio o bajar la voz en el transporte público y en Japón no se permite gritar en los campos de fútbol. Copiémosles.
Tampoco existen apenas contagios documentados por tocar superficies u objetos. Es más, la probabilidad de infectarnos cada vez que tocamos una superficie contaminada es inferior a 1 entre 10.000, según una reciente estimación de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de EE UU (CDC). Algunos estudios al principio de la pandemia sobreestimaron ese riesgo, pero ya sabemos que es casi inexistente para este virus. Así, si nos contagiamos en una cena, no es por pasarnos la sopera, sino por compartir el aire.
¿Por qué, entonces, seguimos haciendo limpiezas en profundidad?, se preguntaba un reciente reportaje en Nature. Todo el dinero desperdiciado en desinfectar lo podríamos emplear en mejorar la ventilación y filtración del aire, lo que sí nos contagia. Mantengamos el lavado frecuente de manos como precaución y porque previene otras infecciones, pero las limpiezas exhaustivas solo tienen sentido donde se concentran los enfermos, como en los hospitales.
Para impedir contagios, también hay que considerar catarros, gastroenteritis o anginas como sospechas de covid-19 hasta que se demuestre lo contrario. El coronavirus puede producir todos esos síntomas o los de una gripe y no hay forma de distinguirlo sin una prueba. Además, la infección puede no dar fiebre o ningún síntoma en absoluto.
Como no nos contagiamos por estar en la calle, tampoco hay justificación para nuevos confinamientos o cierres perimetrales indiscriminados. En brotes descontrolados, seamos drásticos con interiores no esenciales, pero ampliemos espacios peatonales y terrazas, promovamos el teletrabajo y las actividades en exteriores, respetemos los espacios culturales y los parques, incrementemos la frecuentación del transporte público y promovamos el ejercicio al aire libre. Escuchemos la canción del principio, recordemos que el coronavirus, como el amor, está en el aire y actuemos en consecuencia.