Via Crucis, del conquense Manuel Millán, un estreno para la historia

Crítica del concierto de la 62 Semana de Música Religiosa de Cuenca, Viernes Santo, 18 abril, 2025, 20:00h en el Teatro Auditorio "José Luis Perales"

Jesús Saiz Huedo

Ayer tarde tuvo lugar uno de los conciertos que son seña de identidad de la SMR. Independientemente de que en cada edición puedan realizarse varios estrenos, el concierto reservado a la emblemática “obra de encargo” de la edición en curso ocupa siempre un lugar prominente. Este año ha estado protagonizado por el compositor conquense Manuel Millán (n. 1971) y por la Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid bajo la dirección de Jordi Francés. El sentimiento de que asistíamos a un acontecimiento histórico fue manifiestamente compartido, como demostró el clamoroso y larguísimo aplauso con el que el público correspondió. La obra estrenada, Via Crucis, estuvo precedida, muy pertinentemente, por la Misa de Igor Stravinsky (1882-1971) y había sido concebida como un emotivo homenaje a Gustavo Torner (n. 1925), quien pronto cumplirá cien años, por todo lo que su trayectoria artística y su propia persona han supuesto para Cuenca y para la SMR. 

La Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid, con su habitual buen hacer, brilló en su conjunto, tanto en la Misa de Stravinsky como en la obra de estreno de Millán. En ambas, el coro, cuyo director titular es  Josep Vila i Casañas, tenía un importante papel y lo supo desempeñar con una naturalidad y una eficacia admirables. Asimismo la orquesta confirmó con creces la consideración de encontrarse entre las primeras instituciones musicales españolas  de referencia. 

Aunque la música de Stravinski ha sido programada en la SMR a lo largo de los años y concretamente su Misa fue incluida nada menos que en su primera edición de 1962, celebramos que se haya escuchado de nuevo en el concierto de ayer, pues es un clásico de la historia de la música no muy prodigado, cuyos componentes innovadores todavía hoy destacan por genuinos. Además, nos ha parecido que el contraste con la obra de estreno de Millán ha ayudado a percibir y disfrutar ambas con una perspectiva más amplia. 

En las dos, lo ritual parece tener un peso muy importante, pero Stravinsky prácticamente elimina cualquier atisbo de dramatismo o teatralidad y concentra toda la atención en la música, es decir, el texto cantado y el discurso instrumental, cuya verdadera función parece ser su aportación tímbrica para teñir deliberadamente de color todo el conjunto, sin que el canto pierda su solemnidad ni se desvirtúe su función espiritual. Con ello, el carácter ritual aparece nítido, sin añadidos emocionales que lo puedan distorsionar, como proporcionando de manera sencilla y directa un momento para la devoción colectiva e individual. Tanto el coro como la orquesta transmitieron perfectamente esta sensación de ceremonia, la cual, en nuestra opinión, habría sido todavía más efectiva sin los desplazamientos de los solistas del coro, pues, si hubieran cantado directamente desde sus sitios, la unidad temporal de la misa se habría preservado mejor, como hemos notado alguna vez en otras interpretaciones de la obra. 

Via Crucis, por su parte, es una obra de grandes dimensiones, ambiciosa en su arquitectura, que ofrece una mirada ecléctica en cuanto a las técnicas compositivas utilizadas, las intenciones estéticas ligadas al contexto religioso y las funciones escénica y narrativa diseñadas. No obstante, sobre ese eclecticismo, que es quizás un anclaje a determinados códigos externos impuestos tácitamente por la propia tradición y las características de la SMR, algo ya muy valioso de por sí, se aprecia un lenguaje poderosamente personal que Millán ha explorado con convicción y lo ha puesto al servicio de este grandioso proyecto, cuyo estreno absoluto de ayer estamos seguros de que marcó un antes y un después en el desconocido, pero no por ello menos rico panorama de la creación musical conquense. 

La obra es un puro alarde de virtuosismo creativo. Fundamentada en una orquestación preciosista, parece estar diseñada sobre un delicado equilibrio instrumental en el que las voces se encuentran plenamente inmersas. Es de destacar la fluidez y coherencia estructural con la que se desarrolla el discurso desde el primero al último de los sonidos; un discurso que se mueve en el ámbito de la narración, la descripción y la metáfora, pero siempre desde la sutil evocación y con una habilidosa economía y administración de los recursos compositivos y los materiales. Entre estos, Milán utiliza numerosos elementos del paisaje sonoro de la Semana Santa conquense, sus procesiones, el resonar de las horquillas de los banceros, los tambores y cornetas desfilando, el desgarrado grito colectivo de las Turbas y su compás, todo un despliegue de referencias auditivas directas o indirectas que, junto a las referencias históricas poéticas y musicales, sobre todo del Siglo de Oro español, propuestas por el compositor, nos llevaron por los más diversos escenarios imaginarios del Via Crucis. Esta fluidez, en la que no es posible perder la atención ni un instante, porque es como la corriente de un río que te arrastra, Millán la consigue magistralmente a través del contraste dramático y emocional de brevísimos motivos, mayormente tímbricos, que surgen, desaparecen, cambian o se repiten, pero que siempre crean la sensación de que cada acontecimiento sonoro que llega es, ya no el más adecuado, sino el único posible.  

Aunque en algún momento previo al concierto pensamos que el narrador podría tener funciones más integradas en la partitura, en realidad su papel era deliberadamente otro. Lo interpretó Gustavo Villalba, quien, a pesar de que su voz no estuvo del todo bien amplificada, cumplió perfectamente su tarea de presentar las catorce estaciones y los textos asociados a cada una de ellas. 

Si, con  Stravinsky, cantores e instrumentistas ofrecieron  un meticuloso ejercicio de autocontrol para evitar cualquier posible emoción añadida a la música, en el Via Crucis, desplegaron toda una exhibición de expresividad. La Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid, bajo la batuta de Jordi Francés, supo materializar perfectamente este contraste y ofreció un concierto de una enorme riqueza interpretativa. Con ello, esta simbólica cita del estreno absoluto de la obra Via Crucis de Manuel Millán en la 62 SMR se convirtió ayer en un acontecimiento que estamos completamente seguros de poder llamar “histórico”.