El complejo movimiento social de las Comunidades de Castilla obtuvo enorme atención política en el siglo XIX y ha sido objeto de amplias investigaciones en épocas más recientes. La burguesía revolucionaria vio en los comuneros a sus indiscutibles antecesores, empeñados todos en derrocar a la monarquía absoluta. Partiendo de esta base, los historiadores han intentado explicar por su parte aquellos acontecimientos calificándolos unos, desde una perspectiva conservadora, de vestigio final de la rebeldía antimonárquica medieval y otros, con la vista puesta en cambios políticos más cercanos, de primera revolución moderna. Un atisbo del futuro para estos, frustrado por inmaduro, o bien una insubordinación corporativa llevada adelante por unas oligarquías urbanas defensoras de unas libertades corporativas del todo anacrónicas.
La realidad, como en cualquier otro hecho social relevante, es sin duda más compleja por plural y diversa, si bien semejante en muchos lugares de Castilla. En una coyuntura de dificultades materiales precisas, definida por la conjunción de una epidemia, malas cosechas de cereal y crisis en el sector textil urbano, enfrentado al de los exportadores de lana, no cabe duda de que había suficientes motivos de protesta, agravados además por la frustración sentida tras la decepción sufrida luego de llegar el nuevo monarca a sus reinos hispanos, ausente de ellos enseguida. Se trata sin duda de un movimiento visiblemente protagonizado por determinadas elites urbanas castellanas, pero que tuvo también una repercusión rural de carácter antiseñorial, aunque menos destacada, significativa sin duda. Importa destacar además que los sucesos castellanos se producen en paralelo con otros de parecido signo sobrevenidos dentro y fuera de la Península Ibérica. De un lado las Germanías aragonesas entre 1519 y 1523, pero sin olvidar los levantamientos suscitados a la vez en Andalucía, Extremadura, País Vasco, Murcia e incluso Galicia y Asturias. Insurrecciones todas ellas insertas en un ciclo europeo que arrancaría en Alemania de la rebelión de Martín Lutero iniciada en 1516, seguida después por su llamamiento de agosto de 1520 A la nobleza cristiana de la nación alemana y que culminaría con la Guerra de los Campesinos de 1525. Hubo además una rebelión en Palermo en 1516, mientras que en Austria también las ciudades y la nobleza se opusieron al recién nombrado emperador Carlos V.
Recordaremos sólo que el descontento inicialmente formulado en el concejo toledano en febrero de 1520, luego de una intensa labor de propaganda oral y escrita desarrollada en los meses siguientes, cuajó en un movimiento político de conjunto al que se fueron sumando la mayoría de los núcleos urbanos importantes de Castilla hasta llegar a la constitución formal de la llamada Junta Santa de Avila a fines de julio. Las posturas de quienes, con diversos matices, se mostraban contrarios a admitir el nuevo régimen de gobierno iban desde la tradicional y hasta anacrónica exigencia de poner coto en Castilla a la creciente autoridad monárquica, apostando por la recuperación tanto del debilitado poder concejil como del nobiliario, hasta quienes, en el límite opuesto, planteaban un profundo debate político acerca del ejercicio soberano del poder en un contexto calificable de tempranamente democrático.
Por lo que hace a Cuenca, en el desarrollo aquí de aquella revuelta urbana vinieron a emerger muchas más fuerzas ligadas al modo pasado de hacer política, marcado, entre otras, por la realidad del poder señorial ejercido sobre la sociedad urbana y los principales concejos del obispado. Ellas desdibujan un hipotético proyecto comunal, alternativo en su «modernidad» al que, con la progresión de sus mecanismos institucionales de poder, pudiera proponer la monarquía autoritaria. A nuestro parecer, la Comunidad, considerada en su aspecto más superficial, vino a resumirse aquí en un enfrentamiento entre dos bandos urbanos, harto anacrónico ya. Lo cual no implica dejar de lado el más amplio malestar social en que pudo este inscribirse, merecedor sin duda de otros análisis.
Aprovechando la confusa situación originada a la muerte del rey Fernando en enero de 1516, unos y otros contendientes vieron llegada la hora de hacer prevalecer en aquella ocasión su propia influencia local. El doble objetivo perseguido por el clan de los Carrillo, liderado por Luis Carrillo de Albornoz, enfrentado al de los Hurtado de Mendoza, era ya viejo entonces. En sustancia, ambos bandos se proponían controlar, validos de sus respectivas redes clientelares, además del poder urbano, los importantes pastizales de uso común a los habitantes de la Tierra de Cuenca, esenciales para el mantenimiento de los grandes rebaños que poseían. Se generaría así en la ciudad y su área de influencia un arduo clima de violencia e inseguridad, en cierto modo semejante al que había precedido a la llegada al trono de los Reyes Católicos.
No mejoraron demasiado las cosas durante los primeros años del reinado de Carlos de Gante. Reaccionando ante el vacío de poder producido por los sucesos derivados de la marcha a Alemania del emperador, una parte de los regidores, respaldados por la familia Hurtado de Mendoza, promovieron una suerte de conspiración local que hubo de converger con la Comunidad más o menos popular constituida a la sazón en la ciudad.
“Este día [25 de mayo de 1520] los dichos señores concejo, dijeron que, por cuanto, de pocos días a esta parte, se han cometido delictos en esta ciudad e se ha muerto un hombre a traición en medio de la plaza de Santo Domingo, los delincuentes se andan de iglesia en iglesia y desde ellas han salido a cometer otros delictos y se espera que saldrán a los cometer de cada día, en mucho deservicio de sus majestades e haciendo mucho escándalo y alboroto en esta cibdad.”
Rodrigo Manrique, hermano del Guarda Mayor Diego Hurtado de Mendoza, y el canónigo Diego Manrique, primo de ambos, se hicieron con las varas de justicia con la pretensión de controlar ellos la situación desde el Concejo.
«Yten, quando la comunydad se levantó, el susodicho Rodrigo Manrique tuvo manera cómo el theniente dexase la vara a un regidor y el dicho Rodrigo Manrique la dió de su mano a un licenciado Cuéllar, su letrado del dicho Diego Hurtado. E favoresçió a Diego Manrique, canónigo, para que fuese capitán della, como lo fue.»
«Que en quanto a lo que dize que quién hizo la comunidad en la dicha çibdad e la juró en la yglesia de sancto Domingo, que dello no sabía dar buena cuenta, porque al dicho tiempo él [Diego Hurtado de Mendoza] residía en Flandes, en serviçio de vuestra magestad. Más que lo que ha oýdo es que la comunidad se levantó en la dicha çibdad, como en los otros lugares del reyno, e estando allí Rodrigo Manrrique, su hermano, e el canónigo Diego Manrrique con él, travajaron por la sosegar e allanar e asý lo hizieron hasta que, después, se tornaron a lleuantar otra vez e echaron fuera a los dichos e a doña Francisca de Silva, madre del dicho Diego Hurtado e a sus hijos. E rrovaron su casa e hizieron capitán a quien les plugo. E de todo esto que suçedió, vuestra majestad no mandó entender en ello cosa alguna, porque no hovo quién se quexase. Y se perdonó por el perdón general. «.
Por todo ello, cuando, pasado el primer hervor de la violencia popular, Luis Carrillo de Albornoz, pudo hacerse con la capitanía de la milicia urbana, la ofensiva dispuesta contra él y los de su bando por el de los Mendoza no parece haber implicado en principio, sino más bien todo lo contrario, solidaridad alguna con el monarca o los regentes. Se trataba una vez más de poner en claro cuál de los dos bandos iba a ejercer allí incontestadamente el poder para beneficio propio, prescindiendo por completo de la autoridad del corregidor como agente de la autoridad monárquica. Aliados con algunos de los más destacados miembros del cabildo catedral los dos bandos promovieron diferentes escaramuzas urbanas que culminaron en el intento de toma de la ciudad la noche del 18 de octubre de 1520, protagonizado por Rodrigo Manrique y su primo el canónigo. Por su parte el tesorero de la catedral Gómez Carrillo -hermano de padre de Luis Carrillo- se había hecho fuerte en la torre de aquella. Mientras, desde la cercana fortaleza episcopal de Huerta de la Obispalía, los canónigos Juan del Pozo y Juan Rodríguez de Pisa apoyaban la acción de los secuaces de los Manrique.
Otros conflictos, marcados en cambio por el signo de la protesta antiseñorial, alcanzaron a los señoríos del Provencio y de Santa María del Campo, los marquesados de Moya y Villena y la encomienda santiaguista de Villaescusa de Haro. Sus habitantes, reclamando ser adscritos al realengo, buscaban amparo frente a la denunciada arbitrariedad de sus señores. Por su parte, los componentes de la oligarquía urbana de la capital no terminaron en realidad de secundar abiertamente los propósitos formulados por la Junta de Tordesillas y, en consecuencia, paliaron el vacío de poder suscitado nombrando alcaldes con arreglo a la normativa del Fuero, manteniéndose después en un ambiguo terreno de negociaciones con los rebeldes y los regentes imperiales durante todo el año 1521.
Evidente parece que no se pueden entender los presupuestos del Estado esbozado en aquellas circunstancias, con sus alcances y limitaciones, sin tenerse en cuenta las diversas tensiones provocadas por la influencia nobiliaria. La derrota de Villalar fue vista como un símbolo político en el contexto de la monarquía preabsolutista, sobre todo porque significó la consolidación del régimen señorial en Castilla, del cual los reyes serían en adelante garantes y árbitros a la vez. En la línea de actuación de sus predecesores, Carlos de Gante, moderando mucho el castigo aplicado a los rebeldes, mantuvo su autoridad sobre la aristocracia y las oligarquías urbanas a base de respetar y acotar sus privilegios, logrando que no sintieran la necesidad de reivindicar más poder del que tenían. Si en España no hubo más revueltas de los integrantes de los estamentos privilegiados, fue porque sus intereses fueron orientados por la Corona hacia carreras lucrativas en la Corte y la burocracia estatal en el contexto de la rápida expansión de la Monarquía hispana. La familia Hurtado de Mendoza de Cuenca, marqueses de Cañete, y las brillantes carreras protagonizadas luego por algunos de sus miembros constituye un adecuado testimonio.