«Seis personajes en busca de autor» (estrenada en 1921) es la obra más famosa del escritor italiano Luigi Pirandello que llega al Auditorio de Cuenca este jueves 6 de febrero a las 20:30 horas. Será el actor Ramón Langa quien dará vida al padre de esta alocada familia y junto al resto del elenco interpretarán una historia de teatro dentro de la propia obra de teatro. Langa confiesa que nunca deja de aprender interpretando. Su secreto pasa por construir un personaje que no tenga nada que ver con él y que eso parezca natural.
La idea de la obra es muy moderna, ¿cómo se puede diferenciar actor de personaje?
El teatro es un oficio. Hay gente que cree que es una ciencia exacta, que hay una escuela con un método, y para otros todo vale, siempre y cuando el resultado sea bueno. Yo me lo tomo como un oficio. Esta profesión, como todas, se aprende haciéndola, igual que un carpintero es un buen carpintero cuando ya ha hecho 100 puertas, y va descubriendo y mejorando. Eso es lo que nos pasa a nosotros, vas descubriendo cosas que no sabías que tenías dentro y las vas sacando, siempre y cuando vayas trabajando e investigando. De eso se trata, de mejorar cada día un poco más. Seremos viejos, si el buen Dios quiere que lleguemos a viejos, y seguiremos aprendiendo cosas de nosotros, en el escenario y en la vida, eso espero.
Esta historia te permite volver a ser actor dentro de la propia obra, ¿en la vida también pasa algo parecido?
Es una obra que tiene esa particularidad, ¿verdad? Los personajes hacen de personas que están ensayando su función y, de repente, aparecen unos satélites, vamos a llamarlo así, unos personajes que están escritos pero no desarrollados, gente muy rara tipo como la Familia Addams, que les quiere convencer de que interpreten su función que nunca les han representado y necesitan realizarse. Empiezan «que no, que sí, que sí, que no» y se entabla una relación muy divertida y dinámica, a veces dura y dramática, pero con puntos de comedia. Empieza a confundirse la realidad con la ficción y no sabes qué es cada cosa, como la vida misma.
¿Estás de acuerdo con que damos una versión de nosotros mismos a nivel social pero luego somos otra persona?
Sí. A veces cuando estoy solo pienso: «voy a comportarme como me comportaría si estuviera con gente, no voy a hacer nada que no haría delante de alguien», y al revés, cuando estoy con gente digo: «voy a hacer lo que haría cuando estoy solo», sin pasarme y sin ofender a nadie. Es un juego divertido porque muchas veces adoptamos una pose ante personas, situaciones, trabajos diferentes… Es muy difícil encontrar a alguien auténtico, somos demasiado diplomáticos.
Además, esta vocación al mundo de la interpretación la tienes desde muy pequeño…
¡Y tan pequeño! Empecé en el teatro cuando tenía 4 o 5 años, mi familia era muy teatrera y artista y nos pintaba a los hermanos las caras con bigotes y cosas. Mis padres nos llevaban al cine y al teatro desde muy niños. Ha sido algo que yo siempre he querido hacer.
La historia de «Seis personajes en busca de autor» mezcla drama y comedia, orden y caos, realidad y ficción. ¿Juega con los extremos?
Sí claro, de repente todo es una confusión, pero ves que en esa confusión está todo milimétricamente organizado. Parece que se va del contexto toda la historia, pero vuelve al mismo sitio otra vez. Es como una especie de montaña rusa en la que vas y vuelves, de lo absurdo pasas a lo serio, de lo dramático saltas a la comedia y el público se parte de risa, y vuelves otra vez a la pena, la tristeza y la desesperanza.
¿Por qué crees que es una de las obras más influyentes? ¿Dónde reside su éxito?
Porque dicen que Pirandello rompió con el molde del teatro clásico, de sus convenciones. Fue el primero que se atrevió a romper «la cuarta pared» para interactuar con el público, pero en el fondo, si te digo la verdad, es todo lo mismo, ¡anda que no encuentras teatro del absurdo en Cervantes si te pones a escarbar! O en Shakespeare sin ir más lejos, o en Quevedo, Valle Inclán… Hay mucha gente que lo hace, entre los españoles estarían Alfonso Paso, Miguel el Miura, Javier Poncela. Es un tipo de teatro que se atreve a preguntarse cosas que nadie se preguntaba hasta entonces.
Tú haces de padre de familia… ¿Cómo se ajusta a ti este personaje?
A mí no se ajusta en nada. Hay veces que sí, un personaje te va fenomenal o se dice: «este personaje está pensado para tal actor». Luego es verdad que eso no es tan así. Yo creo que cada personaje lo bonito que tiene es que lo adaptes tú a ti mismo, mejor dicho, que te adaptes tú al personaje. Se trata de que construyas un personaje que no tenga nada que ver contigo y que eso parezca natural, esa es la dificultad de esta profesión. Hay mucha gente que cree que la naturalidad es estar muy natural delante de la cámara, ¡pues no!, porque si yo estoy muy natural estoy tomándome un vino hablando con alguien como Ramón Langa y no dejo de ser Ramón Langa. Lo que tengo que hacer es crear un personaje que no tenga nada que ver conmigo y que eso parezca natural. La naturalidad es difícil de conseguir.
Dicen algunos actores que el personaje les enseña algo sobre su vida, a otros incluso les sirve de terapia, ¿a ti te pasa?
Hombre, terapia, lo que es terapia no. Simplemente el hecho de aprender algo ya es un modo de terapia. Llevamos las cosas al extremo, pero si mañana conozco a alguien que me enseña algo que no sé ya estoy haciendo terapia de algún modo. Lo proceso, lo metabolizo, lo desarrollo, y cambia un poco mi forma de ver la vida. Lo que me enseñan los personajes es a crecer como actor, a descubrir cosas mías que yo no sabía que tenía y voy viendo a medida que los interpreto. Me enseñan a tener más confianza y seguridad, otras veces ni eso.
Cada vez es mayor la responsabilidad y pasas unos nervios tremendos. El oficio te enseña a contener esos nervios y dominarlos, convertirlos en energía positiva para el personaje. Con el teatro aprendes, aprendes y aprendes. Cuando sea más mayor y haga más papeles de viejo seguiré aprendiendo y diré: «¡Mira qué registro acabo de encontrar aquí, qué bonito!». Es el trabajo de ensayo y de búsqueda del personaje. Así que terapia no, cuando termino de ensayar el personaje sigo siendo Ramón tomándome el vino en el bar después de la función.
¿Has seguido a algún actor desde joven en el que te hayas visto reflejado en su evolución?
No necesariamente, yo admiro a tantísimos actores, he visto tanto trabajo bueno de tanta gente que lo único que digo es: «este tío no se ha encasillado» o «este tío ha seguido creciendo». Luego hay otros que les ves que han sido muy buenos y ha llegado un momento en que ya no lo han sido, o al revés, que eran muy malos actores y de mayores se han hecho buenísimos. Pasa un poco de todo, dos más dos nunca son cuatro.
Por ejemplo, hace 20 años interpreté a Don Quijote moribundo, empezaba cuando se estaba muriendo, era un nonagenario viejo y cochambroso. Conseguimos hacer un trabajo muy bonito, pero en cuanto me quitaba el maquillaje seguía siendo yo, no me llevo el personaje a casa, lo dejo en el camerino. Hay gente que dice que no, pues cada quien tendrá su forma, la mía es mucho más sencilla desde luego.
Hablando del Quijote, ¿qué te supone venir a Cuenca? ¿Qué significa esta ciudad para ti?
Cuenca es una ciudad muy bonita que me encanta, es una capital preciosa. He venido mucho y he comido en ese restaurante tan bonito de las Casas Colgadas. Las vistas, el precipicio y ese vértigo… ¡impresionante! Tengo el placer de volver a Cuenca y conectar con el público conquense. Yo siempre pienso: «que el público disfrute». A mí no me importa cómo me vean o me dejen de ver, yo quiero que el público salga de la función diciendo: «¡Qué bonita función he visto!». Ese es mi objetivo y mi trabajo, no es otro, aparte de mi aprendizaje como actor, o sea, de aprender de la vida con el teatro. Pero lo importante es «dar teatro» a la gente y hacer posible que le siga gustando y siga yendo a ver obras. Eso es lo que pretendo en Cuenca y en todos los sitios a los que voy.