Manuel Millán de las Heras
Las Semanas de Música Religiosa se crearon hace 60 años. Fueron, junto con la creación del Museo de Arte Abstracto Español, la punta de lanza que cambió la idiosincrasia cultural de esta ciudad. Su nacimiento supuso un milagro porque partía de unas premisas revolucionarias, comprometidas y que consiguieron que Cuenca se convirtiera en un polo de atracción cultural difícilmente igualado en el resto del país. El primer pilar sobre el que se basó fue el compromiso con la nueva creación. Gracias a los encargos anuales, alrededor de las SMR se creó un gran patrimonio de obras de estreno de todas las grandes generaciones de compositores españoles del siglo XX, como la de la República, la del 51 y las post-vanguardistas. Con el paso de los años se empezaron a incorporar encargos a autores extranjeros, como Taverner o Riley, generando el principal foco de creación de música culta religiosa de nuestro país.
El segundo pilar ha sido la recuperación de nuestro patrimonio musical del pasado. Se trata de una tarea ardua, que compromete a musicólogos y músicos en el redescrubrimiento de partituras olvidadas en los archivos catedralicios, nobiliarios y reales. Posiblemente, esta sea la faceta más alejada del merchandising musical, pero es absolutamente necesaria para otorgar a las SMR una de sus esencias más allá del puro deleite o entretenimiento: el de hacer un país más sabio y conocedor de su historia.
El tercer pilar ha sido el alto nivel medio de las agrupaciones y solistas escogidos. Aquí, como en lo demás, hay notables altibajos, pero el privilegio que supuso a mis padres ver a Odón Alonso es comparable al que yo he sentido con los Tallis Scholars, English Baroque Solist, Música Ficta, Les Musiciens du Louvre, Leondhardt, Koopman, Gardiner, Minkowski, López Cobos, José Van Dam, María Bayo, Jordi Savall y un etcétera tan largo como apasionante.
Estos pilares hacen que las SMR no sea un festival de música más. Se enclava en una ciudad patrimonio de la humanidad que vive, además, sumergida en una Semana Santa de Interés Turístico Internacional, en la que la espiritualidad, la religiosidad y la tradición se unen de forma atávica, generando sensaciones difícilmente entendibles sin estos parajes y estas fechas.
¿Por qué comienzo la crítica al concierto inaugural con este prólogo? Simplemente, porque entiendo que ya he cumplido cincuenta años y que no soy un millennial. Quizá esté equivocado en la trayectoria de lo que debe ser la gestión, pero la primera parte del concierto, interpretado por la excelente cantautora barcelonesa María Rodés y la guitarrista Isabelle Laudenbach fue algo fuera de lugar para las SMR. Supuso un plato de Sushi en el restaurante donde sirven el mejor jamón ibérico. No es la primera vez que la música de cantautores entra en el festival, siempre con resultados similares y desafección para el público fiel. En el año 2000, Eduardo Rodrigo y su esposa Teresa Rabal interpretaron el musical Emmanuel. Posteriormente, en 2017, Amancio Prada cantó un homenaje a San Juan de la Cruz. Ambos conciertos desconcertaron, no aportaron nada a la filosofía de las SMR y alimentaron críticas a los gestores del momento.
La segunda parte del programa se ofreció el espectáculo In Paradisum, realizado por la Compañía Nacional de Danza. La apuesta escénica, contemporánea y vibrante, se basaba en músicas que iban desde el canto gregoriano, la polifonía de Victoria hasta el Jazz y el Heavy Metal, que fueron la base de esta banda sonora producida por Pablo Martín Caminero. La música, obviamente, estaba enlatada.
Hubiera sido mucho más feliz si ambos espectáculos se hubieran podido disfrutar en otras fechas y sin el marco de las SMR.