Roberto R. Aramayo (The Conversation)
Profesor de Investigación IFS-CSIC (GI TcP Etica, Epistemología y Sociedad). Historiador de las ideas morales y políticas. Proyectos: INconRES (PID2020-117219GB-I00), RESPONTRUST (CSIC-COV19-207), ON-TRUST CM (HUM5699) y PRECARITYLAB (PID2019-10), Instituto de Filosofía (IFS-CSIC)
Últimamente se ha reavivado el debate sobre la presencia, o más bien creciente ausencia, de algunas materias en la enseñanza secundaria. Los profesores de latín y griego denuncian su paulatina extinción, manifestándose junto a quienes imparten filosofía y ética.
Resulta llamativo que la filosofía deba defenderse o tenga que justificar su mera existencia, cuando ésta se ve bien acreditada por un periodo de tiempo superior al del cristianismo, sin ir más lejos. Dos docenas de siglos certifican su buena salud, al margen de las circunstancias históricas que hayan podido rodearla.
Quizá porque siempre ha sabido hacer de la necesidad virtud y ha sobrevivido a cuanto quiso disputarle su puesto. En Hacia la paz perpetua, por ejemplo, Kant se permite bromear con la imagen medieval de una filosofía convertida en sierva del interés teológico (ancilla theologiae), volviendo el símil del revés. La ironía es una de sus mejores armas, como demuestra Voltaire.
Faros de larga distancia
En una época donde todo es cada vez más efímero, y los acontecimientos caducan a una vertiginosa velocidad, hay afortunadamente cosas que permanecen y nos permiten adoptar la óptica espinosista del enfoque sub specie aeternitatis. Un enfoque de larga distancia. Desde la perspectiva de una rentabilidad económica maximizada sin escrúpulos, la filosofía y la ética no sirven absolutamente para nada, salvo como relleno de alguna publicidad que pretende ser ingeniosa o como barniz que recubra los entuertos de un pésimo andamiaje interior.
Sin embargo, ambas disciplinas, la filosofía y la ética, se ven más demandadas que nunca. Hay secciones radiofónicas con el significativo título de Más Platón y menos WhatsApp, como si se tratara de hábitos antagónicos, el de leer a los clásicos del pensamiento y utilizar las aplicaciones cuya momentáneo suspenso parece quebrar el orden establecido. Lo cierto es que, aun cuando quepa combinar esas dos actividades, no dejan de ser algo radicalmente diverso.
El mensaje instantáneo de corto recorrido temporal no puede compararse con la meditación reposada del diálogo interno que nos hace comunicarnos mejor, al permitir comprender más cabalmente los intereses ajenos.
Considerar al otro y evitar tutelas
Si algo caracteriza específicamente a la ética es el esfuerzo por conciliar intereses y perseguir nuestra propia finalidad sin dañar los objetivos ajenos. Da igual que su corte sea utilitarista o deontológico. Ya pongan el acento en las consecuencias o en la intención de nuestros actos, los partidarios de ambas tendencias éticas comparten esa misma meta.
Por su parte, la filosofía nos hace intentar comprender las razones de todo y no asumir nada de modo acrítico, sin pasarlo por el cedazo del escrutinio y la contrastación de los datos.
El espíritu crítico que configura la reflexión ético–filosófica suele ser una eficaz vacuna contra las tutelas demagógicas y los conformismos de toda laya. Conviene decir cómo no debieran ser las cosas para que al menos no empeoren demasiado, sin arrojar la toalla por un hipotético baño de realismo.
Este baño de realismo es lo que, de un modo inquietante, ha propuesto un influyente youtuber con diez millones de seguidores nada menos. Reconoce sin ambages el desastre del cambio climático, pero añade a renglón seguido que ya no podemos hacer nada para remediarlo. Una curiosa manera de respaldar las tesis negacionistas con un discurso que aparenta hacer justamente lo contrario y supone un giro especialmente peligroso de la infodemia. Nada puede resultar más nocivo que dar gato por liebre y que triunfe la estratagema.
El patrimonio inmaterial de la cultura
Mensajes como este requieren verse filtrados por un adiestramiento que sólo proporciona el familiarizarse con la ética y la filosofía, dos de las manifestaciones culturales que mejor nos permiten blindarnos ante los abusos de cualquier tipo y estimar las ventajas del altruismo.
Como bien señaló Cassirer, el ser humano es un animal simbólico que construye su propio universo y eso le permite transcender su entorno accediendo a una infinitud inmanente. Puede hacerlo gracias al ejercicio de la libertad, entendida esta en los términos kantianos de no asumir nada como imposible. Ejercida cuando merece la pena intentarlo, para mejorar el mundo con que nos es dado soñar desde una perspectiva utópica. Así nos lo recordaba Javier Muguerza.
Una sociedad que apueste por la deliberación democrática y el afianzamiento de una libertad que no se vea condicionada por desigualdades extremas ni flagrantes agravios no debería desentenderse del papel absolutamente transversal que juegan la filosofía y la ética en el proceso educativo. Educación y cultura son, junto al sistema sanitario y el de asistencia social, las inversiones más rentables a largo plazo que un país puede hacer pensando en el bienestar de su ciudadanía.
El aire que respiramos
Estudiar latín y griego nos capacita, mediante la etimología, para conocer mejor muchas de las lenguas vivas que utilizamos, además de invitarnos a preservar la riqueza del vocabulario vernáculo. De igual modo, nuestras formas de vida y convenciones han ido fraguándose con ideas filosóficas que han sobrevivido al paso del tiempo y nuestras costumbres van cincelándose con las controversias éticas que todos mantenemos, merced a nuestra praxis, aun cuando ni siquiera lo advirtamos.
Preguntarse para qué sirven la ética y la filosofía es tanto como cuestionarse si necesitamos el aire que respiramos. Más bien deberíamos plantearnos qué seríamos al margen de su concurso y, sobre todo, qué perdemos marginándolas o menospreciándolas. Tras haberle tocado vivir la experiencia del nazismo, Ernst Cassirer nos advierte de que los climas político-sociales no pueden disociarse del trasfondo ético-filosófico, y por eso resulta vital tenerlo en cuenta.
El gran laberinto de lo bueno y lo malo
Según Fichte, cada cual elige la filosofía que mejor se compadece con su carácter, pero no es menos cierto que nuestra forma de ser y vivir tiene como caldo de cultivo un entramado ético-filosófico que forja nuestros talantes colectivos e individuales. No parece poca cosa. Nos jugamos el diseño del futuro. Abstengámonos de banalizar la ética y minusvalorar todo cuanto le debemos a la filosofía
Parafraseando a Machado, la moral puede mostrarnos cómo deambular por el intrincado “laberinto de lo bueno y lo malo, de lo que está bien y lo que está mal, de lo que estando bien pudiera estar mejor, de lo que estando mal pudiera empeorarse”. Respecto al adagio latino de primum vivere, deinde philosophari (“primero vivir, después filosofar”), Juan de Mairena daba este consejo a sus alumnos: