El Domingo madrugamos como el niño que desobedece al despertador un Seis de Enero, impaciente de sorpresa. La plazoleta de San Andrés, ese dibujo de un compás quebrado, pone el último ladrillo de la murada invisible que hace dos el Universo y que quedará irremediablemente derribada. A un lado, la sombra destructora de la muerte. El final sin secuelas. El paseo con Caronte sin billete de vuelta. Al otro, el aldabonazo luminoso de la Vida. La victoria por goleada a las tinieblas.
La Virgen busca por ese pantone de casas que es Los Tintes. Avanza como una zahorí incapaz de resistirse a la imantada atracción de la fuente. El Resucitado, por su parte, conjuga el nuevo verbo, el neologismo que ha alumbrado con su retorno. Se hallarán donde la ciudad se explaya, entre aplausos y palomas que son Filípides del aire. Y una regadera duchará los infiernos.
Las túnicas volverán a los arcones y a los armarios como mis palabras han de retornar a su maleta. Las he dejado desperdigadas en esta sala, perdonadme porque siempre fui un poco desastre. Están empapadas de ese sudor cuyas gotas son las cuentas del rosario de esfuerzo con el que rezamos en Cuenca. Algunas se han manchado del lodo del que enfanga al querer domesticar con el látigo de la sintaxis los misterios. Me las llevo impregnadas de olor a mar y salitre, a venerable ejemplo, a morriña militante. Os aseguro que, cuando me vuelvan a cubrir, seré ya otro.
Porque, aunque el refrán
diga que el hábito no hace al monje, yo discrepo. Los uniformes semanasanteros
son más que unas telas cortadas y cosidas para albergar un cuerpo. Son nuestros
objetos de poder: nuestra varita mágica, nuestra espada de Arturo, nuestro
Santo Grial. Con ellos nos sentimos aptos para cualquier empresa. Nos atrevemos
a remontar hercúleas mesetas compartiendo más que toneladas. Nos acordamos de
que podemos asombrar al mundo. Y, al ceñirnos terciopelos y cordones, nos
contagiamos de la saludable ambición de aquellos que inventaron todas las
vanguardias, edificaron castillos en el aire y cimentaron casas en imposibles.
Prendas que son la lenguaraz llama de un Pentecostés adelantado que nos otorga
el don de narrar, con una locuacidad sin equivalente en latitud alguna, las
horas del tormento, la misión consumada, la cinta inaugural del nuevo cielo.
Nunca un conquense es tan capaz como cuando se pone un capuz.
Del Pregón de la Semana Santa de Cuenca en Alicante de 2015