Miguel Jiménez Monteserín
No me disminuye cumplir años la capacidad de asombro. Es bueno sin duda mantener la curiosidad despierta e interesarse por cuanto la estimula abriendo interrogantes tras la sorpresa. Sucede a veces sin embargo que ésta, además de estupor, produce un incómodo embarazo. Estupefacto y molesto me ha dejado la lectura de un artículo aparecido en el programa de la Feria y Fiestas de San Julián de este año que firma “Miguel Romero, Historiador y Cronista Oficial de la ciudad”. Ya tiene mérito en primer lugar el vacío retorcimiento del título, que quizá estime su autor un virtuoso empeño retórico: “Al mozárabe Ben Tauro, por San Julián obispo se le tuvo”, en el que se alude confusamente a una consideración, la de la santidad, ligada a un cargo objeto de nombramiento, el de obispo, otorgado a un toledano de rancia estirpe cristiana con enunciado algo chocante. Avanzando en el texto y sus metáforas cabe decir que un pedregal (“Sitio o terreno cubierto casi todo él de piedras sueltas.” DRAE) no suele ocupar a nadie, salvo quizá a algún cantero o albañil faltos de mejor material para su tarea. En todo caso dificulta el tránsito a los viandantes y quizá no fuese errado calificar de tal a este trabajo, inconsistente y lleno de tropiezos.
Aunque me hubiese parecido mejor no adjetivarlo y mejor aún haberlo ignorado, agradezco que parezca al señor Romero “buen trabajo” (¿positivo, útil, agradable, divertido, chocante, suficiente? DRAE) el que dediqué a dilucidar el contexto de la veneración tributada al segundo obispo conquense en su diócesis. La cita expresa me ha animado a ofrecer alguna precisión al referido texto.
No sé quién podría calificar de “cristiano nuevo” al hijo de Tauro en el último cuarto del siglo XII ni qué opone esto o la “pureza cristiana” a la excelsitud, elevación o eminencia de un miembro del cabildo toledano designado obispo. La confusa frase resulta algo disparatada y, salvo por préstamo conceptual inconfesado, no cabe entender el “algunos” sino en clave de una hipótesis de trabajo, sin duda cuestionable, formulada por quien esto escribe (Vere Pater Pauperum, 1999, p. 18).
Es probable que la reina Leonor Plantagenet, venida de Inglaterra, invitase al tomar el té a la familia Tauro en Toledo y, tras la excelente impresión que esta le produjo, decidiera en consecuencia pedir a su marido el rey Alfonso VIII que “recibiese ¿?” a Julián como obispo de Cuenca, pero lamentablemente no queda constancia del hecho en las revistas de la época. Tampoco, aunque no cabe dudar del afortunado hallazgo del desconocido testamento del santo patrono por parte del señor Romero, de que la soberana ejerciese de albacea del prelado (“Persona encargada por el testador o por el juez de cumplir la última voluntad del fallecido, custodiando sus bienes y dándoles el destino que corresponde según la herencia.” DRAE) durante su vida, como parece desprenderse de “y la que siempre fuese albacea de este hombre sabio y caritativo, ejemplo de lo que luego sería ejerciendo la mitra conquense, con autoridad y benevolencia.”
Perdóneseme la impertinencia siguiente. Las mitras (tocado litúrgico episcopal de remota ascendencia persa) no se ejercen, se llevan, se ciñen, se encasquetan… a lo sumo, por metonimia, como dignidad, se obtienen, como territorio se gobiernan o como rentas se recaudan o perciben. Lo de la “convicción visigoda” me parece un alarde semántico merecedor de un tratado.
Asegurar sin despeinarse y sin aportar justificación documental alguna que el arcediano de Calatrava don Julián, canónigo de Toledo, celebraba la antigua liturgia hispana y que, en consecuencia, la impuso en su nueva diócesis, revela sólo osada ignorancia. No cabe confundir la adscripción social y cultural de la comunidad mozárabe con la integración en un sistema político de expresión confesional de algunos de sus miembros. Me atrevería a pensar que la afirmación se sustenta en la poco avisada coquetería clerical que ha conmemorado alguna vez al santo patrón de Cuenca con misas celebradas siguiendo el rito mozárabe, vivo aún en una capilla de la catedral toledana y en varias parroquias de la ciudad imperial tras ser restaurado por el cardenal Cisneros a comienzos del siglo XVI y reformado aún en fechas mucho más recientes. Sin entrar en digresiones prolijas y fuera de lugar, conviene puntualizar algo la profunda información acerca de tal rito y liturgia vertida en el artículo que nos ocupa, usurpada a internet sin criterio alguno. Me gustaría saber, por otro lado, qué familia mozárabe ha documentado en Cuenca el señor Romero: “Posteriormente, en el caso de Toledo y alguna familia, en el caso de Cuenca, también se habrían de mantener como grupo minoritario cristiano paradójicamente dentro de una sociedad cristiana.”
Vaya por delante que soy perfectamente consciente del carácter intencionadamente divulgativo del escrito que comento y que determinadas precisiones de detalle importan muy poco a la mayoría de las personas, paisanos o foráneos. Parto, no obstante, además de la idea de que divulgar requiere tener antes muy claros y distintos los conceptos, porque, de lo contrario, venderemos tópica mercancía averiada a los lectores o escuchantes benévolamente interesados por saber de su pasado. Sin aportar referencia documental alguna que lo sustente, afirma nuestro autor: “Impuso el ritual litúrgico visigodo, cambió las vestimentas para poder llevarlo a cabo, aplicó nuevos cánticos en cada celebración …” Nada hay de cierto en esto. En primer lugar, hacía un siglo que, en los obispados y monasterios de Castilla (concilio de Burgos de 1080), después que en los reinos de Aragón y Navarra, se había introducido y, aun con bastantes resistencias al principio, el rito romano galicano. El primer arzobispo de Toledo, don Bernardo (1086-1124), era un monje benedictino cluniacense venido de Francia y con él y su clero en aquel territorio diocesano se impuso la liturgia de allende el Pirineo sobre la tradicional hispánica desde la conquista. Ni era una veleidad ni algo trivial tampoco. Simplificando mucho, aquello significaba para Alfonso VI estrechar lazos con el resto de monarcas europeos a través de una mayor vinculación con la sede romana, cuya autoridad y prestigio se habían visto aumentadas gracias a las reformas autoritarias impuestas a la Iglesia de entonces por el también cluniacense Gregorio VII, fallecido precisamente en 1085. En otras palabras, la ofensiva de los reinos cristianos del norte frente a los musulmanes alcanzaría en adelante la categoría de cruzada y con ello una dimensión que la ligaba al conjunto de la Cristiandad. Resulta del todo inverosímil por tanto y tampoco hay referencia alguna a que en Cuenca se reintrodujese con absoluto desenfado episcopal la liturgia tradicional en clara oposición a la política monárquica. Es más, y pido perdón por la referencia en exceso erudita, en la biblioteca municipal de Tours (manuscrito 236) se conserva un Pontifical Conquense, copiado al parecer en los primeros años del siglo XIII, completamente fiel al paradigma de la liturgia romana.
No menos digna de elogio es la pirueta discursiva mediante la cual, en un difícil volatín argumental, tras referir la ordenación litúrgica aludida, liga al prelado con el principio jurídico igualitario del Fuero entre los vecinos con arraigo en el ámbito urbano conquense, “porque así lo estableció y así lo quiso”. La afirmación, del todo absurda, introduce sin transición otro error de bulto, fruto manifiesto de la ignorancia, al atribuir a la iniciativa de un obispo en su ámbito nada menos que la promulgación del derecho de la frontera castellana, elemento sustancial para el ejercicio de la autoridad monárquica sobre ella.
Concluye el artículo con una referencia de aliño al descubrimiento de una representación de San Julián realizada en el siglo XVI en la capilla del arcipreste Barba en la catedral. No hubiera quedado fuera de lugar la mención si la hubiese ilustrado la imagen referida en lugar de un fragmento de la imagen de bulto que se venera en la antigua capilla privada del obispo, visible ahora desde el interior de la catedral, en cuyo retablo se evoca la entrega de la palma a San Julián por la Virgen.
Es doctrina católica tradicional (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2004) que los sacramentos confieren gracia de estado a sus receptores y que esta habilita para el cumplimiento de las responsabilidades de cada uno. Cabe suponerlo, pero me confieso ignorante acerca de si este don se confiere también de inmediato a los cronistas locales cuando se les nombra.
Quandoque bonus dormitat Homerus.