Al maestro José López Calvo

José Miguel Carretero Escribano

Acaba de morir, hoy, en su Cuenca, nuestro gran paisano músico José López Calvo. Morir para nacer a una melodía infinita, eterna, bella. La noticia me la acaba de dar, conmovido y desolado, su sobrino Luis, leal compañero mío en el Ayuntamiento y “flauta” vocacional en la Banda de Cuenca: habían traído al Maestro a pasar este agosto tremendo en su lar conquense, tranquilo y a gusto, como él quería; ya no regresará a Madrid, a su casa de la Calle Linneo, y se quedará para siempre aquí, fundiendo el estar y el ser.

Seguro que pronto llegarán los nuevos homenajes a quien mucho nos dio y nada pidió, a la persona y al personaje, a su vida y a su obra. Si Dios quiere, no nos faltarán las ocasiones de honrarlo y de disfrutar, como tantas veces más, de su talento inspiradísimo quintaesenciado en sus composiciones, esas que son bandas sonoras de nuestra vida.

Pero ahora, a vuelapluma, “a vuelo de graja” como nos sigue diciendo Lucas Aledón, más allá de los datos de una biografía brillante, la que más entre los músicos conquenses, y ya es decir y escribir, me quiero quedar en compartir un manojo de recuerdos personales, casi familiares.

 Llegué a Don José (siempre lo llamé así, con admirativo respeto) a través de su hermano Julián, músico humildísimo, amigo entrañable y prolífico autor, entre obras de variado género, de una larga treintena de marchas procesionales: él me puso en contacto con “el Maestro” hace dos décadas, cuando yo estaba preparando un trabajo sobre los músicos de Cuenca y, claro, la Semana Santa. Me impresionó la desbordante vitalidad del mayor de los López Calvo, esa pasión veraz que, desde luego, se trasluce y reluce en su música y que se evidenciaba, con vehemencia torrencial, cuando asía la batuta para regir las interpretaciones: es que lo vivía, es que era su vida. Pasaban las notas en el pentagrama y en la mente, y él entornaba los ojos, sintiendo enamorado, como un Karajan en la Musikverain.

No se envaneció con los brillos oficiales de una meteórica y limpísima carrera profesional, insuperada, como músico militar. Llegó a lo más alto y lo sucedió Grau Vegara quien accedió al generalato, pero en el olimpo lo precede nuestro Pepe, que así lo llamaban sus amigos coetáneos, como mi muy querido Pedro Yuste: los recuerdo a los dos disfrutando aquel Jueves Santo único, con los músicos de la Guardia Real cantando el Miserere en el Bulevar de la Trinidad, lo nunca visto y oído.  

A mí me cuidó y obsequió con una cercanía tierna, agradecidísimo por lo muy poco que yo pude hacer simplemente siendo fedatario de sus logros, de sus obras y de esa deuda impagable, imprescriptible, que para con él tenemos. Se me presentaba en el oficina, en cualquiera de sus viajes, siempre con su esposa Celia (su mayor éxito y tesoro vital): ¡Toma, Carretero, esta grabación especial de mi Marcha por nuestro Cristo Yacente!”; la tengo entre mis tesoros íntimos, con dedicatoria autógrafa.

Rescato sus palabras de una entrevista exquisita en “El Liberal de Castilla”, por definitorias:  “Son marchas que me han costado sangre porque no son marchas corrientes. Me he preocupado de que tuviesen armonización única, un contrapunto especial. Nada de baratijas para mi Cuenca. Cada marcha que hago para Cuenca ha sido de llorarlas, de vivirlas como si fuesen poemas sinfónicos”. Queda patente que además de componer se expresaba con la misma intensísima emotividad. Y aprovecho aquí para citar por supuesto que al gran José Vicente Ávila (léanse las entradas de su blog sobre López Calvo) y a Fernando Cabañas, con todo su prestigio musical y literario, líder de esa joyita que es el libro “A bonis ad meliora”, publicado en homenaje a don José en 2017 con varias colaboraciones.

Intento ahora un imposible resumen de algunas preseas del Maestro López Calvo, excepcionales. En “Réquiem por un músico” está el desgarro por la muerte de su padre: es una marcha fúnebre de verdad, sin imposturas ni aderezos, nacida de la pena y, a la vez, del talento. Añado que hay que saber tocarla, midiendo bien los compases y el tempo, como hace la Banda de Cuenca, primero con Fernández-Cabrera y en el presente con Juan Carlos Aguilar, para ajustar el comienzo al paso del bancero.

 El conquensismo del autor es el sutil hilo conductor de su tan celebrada “Por tu cara de pena”: hay que tener genialidad y agallas, valía y valentía, para sumar y multiplicar en papel pautado el Miserere y el ritmo de Las Turbas y envolver una melodía vivaz, vivida y vívida, para la Virgen de las Angustias, con música y con letra, esa que nos canta bien afinado Herminio: “¡Angustias, te pusieron Angustias; Angustias por tu cara de pena!”. Así lo escribió José López Calvo de su puño y letra, entre admirables admiraciones: me hice hace muchos años, de extranjis, una fotocopia de la partitura original.

Y lo mismo pasa en “Por un viejo turbo”, inspirada en su amigo José María Muro Charfolé,  otro conquense de postín, fuera de categoría como dicen los franceses a propósito del Tourmalet:  lo recuerdo al gran Muro enseñando castizamente a los niños a tocar y hacer una rueda de turbos, cientos de metros por delante del Jesús; él y eso eran y serán la vanguardia. Ahora los siento y presiento a los dos, a Muro y a “Pepe el morros”, paladeando un resoli celestial mojado en una punta de alajú dulcísimo.

Remato, dejándome demasiadas cosas a jirones, con una trilogía: para empezar, y no acabar, la citada “Marcha por nuestro Cristo Yacente”, con una introducción sencillamente escalofriante y, para mí, sin parangón ni entre los clásicos más conspicuos; en medio, otra pieza con música y con letra que es su “Ecce Homo. He aquí el hombre”, con una llamada inicial que suena de cine, a la usanza de Mariano San Miguel, o de Vélez, o de Mencías cuando estrene “Huerto”, y una melodía final cantada que suena inolvidable cuando el Señor de San Miguel dobla la curva del Peso camino del final entre capuces blancos que lo guían a San Andrés; por último el “Toque, Marcha y Salve por la Procesión del Perdón”, que tuvo una génesis que sólo el Maestro sabe, aunque algo me contó, y que a mi me embelesa, sonando como nunca y como siempre, desde el Escardillo a la Audiencia marcándole el paso a los tiarrones puntales del Bautismo (mi sobrino, Jujo y compañía) en la medianoche  espléndida del Martes.

Vuelvo y sigo, como suelo, a la vivencia, acercándome al final por hoy. Cada Día de San José (o sea, cada diecinueve de marzo) llamaba yo a Madrid para felicitar al Maestro, aunando onomástica y aniversario de nacimiento suyos: este 2021 era el nonagésimo primero. Aquello resultaba un festival inenarrable, pero lo narro en extracto: lo principal es que terminábamos los dos cantando en un dueto alucinante y él se encandilaba como yo pretendía.

Por esas fechas, más o menos, llegaba el primero de los tres grandes Viernes nazarenos (que son, como sabemos y decimos, el del Concierto, el del Pregón y el Viernes Santo). Tocaba la Banda, la nuestra que encima es la mejor, en San Esteban el “Concierto del Huerto”. Aguilar, siempre atento y en su sitio, programa indefectiblemente una pieza de Don Aurelio y otra de “Calvo”, como se le dice abreviando porque habría que empezar desde “Excelentísimo Señor”. Llegado el momento de la interpretación hacíamos la jugada óptima: Ramón Gómez Couso se pasaba a la Sacristía y llamaba desde su móvil  al fijo de casa de López Calvo. Y le daba la vida y el aire purísimo de su tierra de Cuenca: “¡Don José, que ya la van a tocar, escuche usted!”. La última vez fue en 2019.

Espero que volvamos. Dios mediante volveremos, Él sabe cuando, pero no nos lo adelanta. Y esa tarde rayana con la noche, con todas las distancias de seguridad entre la Tierra y el Cielo, éste terreno y aquella celestial, ya no hará falta teclear en el móvil para conectar en directo, en abierto, en conquense, en nazareno, con nuestro Hermano Mayor José López Calvo, ya en compañía de Julián, del padre de ambos y de todos los Santos Músicos.

Y si me deja la emoción, haré mi parte del dueto en la intimidad, sin perturbar a los metales y a las maderas, a la percusión y al alma de la Banda: “¡Angustias…!”. La voz en un hilo y el ser en vilo, en vuelo.   

Acabo cual empecé. Querido Maestro: te has muerto, para nacer, en Cuenca. Tu obra es sempiterna. Y tú, desde luego, eterno. Muchas gracias te damos los conquenses. Y seguiremos hablando. Y cantando contigo.     

Cuenca, 18 de agosto de 2021