Fragmentos: Jueves Santo

La pena sonó en Cuenca durante siglos con el timbre de la campana que acompañaba a los condenados a muerte camino de la ejecución junto al Cristillo de Paz y Caridad. Un rugido funesto que los años domaron y recluyeron en la jaula de la etnografía. Cada Jueves Santo se vuelve a oír, no como la pieza inerte de un museo, sino como el bramido furioso de todas las vidas que dejan de serlo por el golpe de la quijada fratricida de los caínes modernos.

Jesús, en un Getsemaní que hoy riega el Júcar, bebe el cáliz del tormento que ha de venir como se traga saliva antes de pronunciar el “Hágase tu voluntad” de un padrenuestro. Ingiere, como si al sorberlos hallara el antídoto, los venenos de la enfermedad, del desamor, del destierro, de la prisión, del engaño, del hambre, del abuso. Los legatarios del Sermón de la Montaña son, desde ese momento, usufructuarios de la herencia del Reino de los Cielos.

La tarde se despereza y estampa en su lienzo rostros doloridos y serenos. Hombros magullados, espaldas laceradas y rodillas hincadas. Cada conquense es una verónica que guarda en su cartera o en su bolso un paño hecho trozo de papel para poder siempre liberar con un roce de meñique los nudos gordianos que atan a su Amarrado, a su Jesús con la Caña, a su Ecce Homo. Para auxiliar con su mirada al Jesús Caído que se levantará sobre madera y vanguardia en la abnegada majestad del Señor del Puente. La condena que condonará nuestras deudas.

Estampas que se guardan junto a las fotografías de los seres que más se quieren, para que se contagien de protección a fuerza de caricias. Las que se rescatan a toda prisa de las mesillas de noche, con el pulso temblando de rabia y miedo, cuando el teléfono vomita malas noticias desde un hospital o un tanatorio.

Las piezas que configuran los retablos que nacen espontáneamente encima de las camas de los enfermos o en las capillas ardientes. Los habrá más majestuosos o técnicamente envidiables, pero no hay en catedral o iglesia alguna del globo ninguno más lleno de verdad.

El cielo se hace manto de Soledad, prólogo cromático del luto. La maternal lágrima es espuma en la urna verde y el reflejo de Mangana se despeña con la corriente arrastrando con él todos los rascacielos que escalonan los precipicios. Las tres cruces de la Majestad son un spoiler de las tragedias. Las azucaradas aguas se han contaminado del ferroso gusto de la sangre. El desfile regresa a San Antón como toda criatura vuelve instintivamente al lugar donde nació cuando intuye que asoman las últimas horas. 

Del Pregón de la Semana Santa de Cuenca en Alicante del año 2015