Al atardecer del 6 de abril de 1766 una multitud de conquenses descontentos por la creciente subida del precio del pan se fue concentrando en la Puerta de Valencia, atendiendo así a una llamada que desde días atrás había estado corriendo de boca en boca, con la que se pretendía tomar conciencia del grave problema que padecían las clases populares de la ciudad por el constante incremento en el precio de los productos básicos y que, en el caso del pan, estaba también relacionado con las dificultades de abastecimiento de trigo, cuestión que se había convertido en una preocupación permanente para los responsables de la gestión municipal que no sabían bien cómo aplicar las nuevas normas económicas y comerciales que pretendía imponer el gobierno reformista de Carlos III a través de su ministro, el marqués de Esquilache.
El asunto no era exclusivo de Cuenca sino que afectaba prácticamente a toda la España del interior y había tenido ya manifestaciones de protesta en varias ciudades, sobre todo en Madrid, donde los incidentes habían sido sonados y de donde, como es natural, habían llegado noticias a nuestra ciudad, alentando así los ánimos de los cabecillas de la revuelta local. De esa manera se fueron calentando los ánimos, incluso con el reparto de pasquines callejeros, hasta llegar a esa tarde del 6 de abril en que de una manera bastante espontánea, aunque dirigida, el descontento popular pudo tomar forma.
Desde el punto de cita, la Puerta de Valencia, los amotinados, sin duda bastante exaltados, empezaron a subir por El Salvador hasta llegar a la plazuela de San Felipe, pues enfrente de la iglesia se encontraba la casa del administrador del Pósito, Pedro de la Iruela, a quien se culpaba de todos los males habidos y por haber. Asaltaron la vivienda con la intención de incendiarla, aunque se conformaron con saquearla, mientras el propietario y su familia huían por la puerta de atrás hacia la Plaza del Carmen.
Tras una noche de farra y alegría, en la mañana del día 7 los revoltosos invadieron la Casa del Corregidor, y obligaron al titular del cargo, Juan Núñez de Nero, a firmar un documento en el que se comprometía a bajar no solo el precio del pan, sino también de otros productos básicos, como el aceite, el vino y el jabón. Uno de los cabecillas de la revuelta, Isidro Molina llamado El Corujo, cogió el tambor del pregonero que estaba allí depositado, se lo echó al cuello y salió a la calle, a redoble tendido, mientras subía hacia la Plaza Mayor anunciando a todo el mundo la buena nueva de la victoria conseguida por el pueblo.
Y así fue como el tambor empezó a resonar en las calles de Cuenca, en la primavera de 1766, tal día como hoy, 7 de abril.
Todo eso lo contó en un voluminoso trabajo el investigador Miguel Jiménez Monteserín, cuya lectura siempre es aleccionadora como lo es todo lo que se deriva de la historia real, no de la inventada o manipulada.