Vivimos de espaldas a la muerte. La sociedad infantilizada y hedonista de este momento la tenía confinada entre el lazareto de las residencias y la asepsia de los tanatorios. Antes de vernos abocados a negociar con la parca que se cuela en nuestros búnkeres con el pan de cada día, llegamos a creer que todo era un cuento chino y que el estado de bienestar nos inmunizaba contra la tragedia. En nuestra ilusa y occidental prepotencia, ni los gobernantes ni los gobernados vimos venir una catástrofe que al principio observábamos con displicencia, incapaces de renunciar a nuestros planes de fin de semana, a nuestras reivindicaciones inaplazables, a nuestra imprescindible ración de vanidad. Por aquel entonces, los muertos no eran más que una estadística asumible, ley de vida para los viejos, escenario improbable para los afortunados que veían en la falta de patologías previas, un sintagma salvador.
Antes de que se apilaran los cadáveres en la salmodia del telediario, contemplábamos la amenaza como el último capítulo de una serie, alentados por la renuencia de las autoridades que se negaban a cerrar las playas cuando ya podía divisarse en el horizonte la aleta del tiburón. Mientras los bañistas perecen y los demás esperamos en la orilla a que salga de nuevo el sol, los que mandan se afanan en explicarse ante el pueblo con discursos aprendidos que no pueden ocultar su incapacidad para encarar el desastre, programados como estaban para la impostura de la propaganda antes que para la eficacia de la gestión.
Arranca la segunda semana de clausura y la sobreinformación no hace más que favorecer nuestra natural hipocondría. La tosecilla de las mañanas nos parece sospechosa si no viene acompañada de algún tipo de secreción y el insomnio cotidiano se cobra su factura en ese dolor de cabeza que sin duda anuncia la llegada de la fiebre. El desmadejamiento que provoca la inactividad del encierro se llega a confundir con el abatimiento que precede a la infección. Pese a las medidas anunciadas por el gobierno, sigue sin saberse cómo van a sobrevivir a la cuarentena los que no dependen del presupuesto.
El virus hace pasar desapercibido el advenimiento de la primavera, anestesia las antiguas querellas sobre polémicas espurias, amortigua la caída del monarca sin corona que ha sido señalado de indigno por su heredero. El repudio de su corrupción inveterada apenas se ha saldado con un día de portadas, los minutos residuales de las tertulias y el pataleo de las cacerolas. En cambio, el virus que no distingue entre clases sociales, sí respeta algunas vilezas, excita los bulos que propagan el miedo en las redes, estimula el supremacismo en el que alienta el rencor.
Madrid es un inmenso vecindario pendiente de salir a respirar a las ocho de la tarde, nuestra libertad reducida a sacudirnos la angustia al ritmo del Dúo Dinámico. Cuando cesa el fragor en la corrala, el parte de guerra de las nueve anuncia el colapso de los servicios funerarios. La gente se muere a solas en los hospitales de la mejor sanidad del mundo sin que nadie pueda velar sus cuerpos depositados en un moderno centro comercial.