La calle que un día fue

F. Javier Moya del Pozo

En Cuenca, se da el milagro de su pervivencia a despecho de los propios elementos que la integran…Cuenca está ya curada de espantos, que, del esqueleto sombrío del puente de San Pablo, al alarde verbenero de Mangana, motivos hubo para salir volando. Su firmeza pregona la hondura de la raíz”. Federico Muelas. Mi alma en mi almena. Junio de 1949.

Argimiro, el tan increíble como real personaje conquense de los años setenta,  autonombrado  “ Rey de las Estrellas Lucientes”, regresó desde sus dominios celestes a Cuenca, escenario donde su desparpajo e imaginación se desplegaban en puro concierto con el vuelo de  su negra capa y el alegre taconeo de sus botines.

Pronto llegó al centro de la ciudad, allí donde su fabuladora, y no por eso, menos fabulosa realeza, refulgía en todo su esplendor: la calle Carretería, en la  que recordaba cuando se instalaron los primeros semáforos de la ciudad, en la confluencia con las calles Gil de Albornoz y Sánchez Vera,  mientras que él, apoyado en la fachada de la librería de Juanito Evangelio, pensaba que era mucho artilugio para cuatro coches.

Sin embargo, en la actualidad, ya no había semáforos, ni siquiera circulaban vehículos, salvo algún invasor patinete; y esa ausencia no era más que un indicio del páramo en el que se estaba convirtiendo una calle que, antaño, iluminada, con anchas aceras y frondosos árboles, constituía el, tal vez, más frecuente y barato entretenimiento del ciudadano conquense, como era el contemplar los numerosos escaparates, pasear y saludar a los conocidos con una frecuencia mínima de cinco o seis veces en una tarde.

Incrédulo, descubría la ausencia de comercios textiles, de prensa, droguerías, juguetes, farmacias, joyerías… que parecían tener garantizada su permanencia, gracias a sagas familiares de los Díaz Recuero,  Forriol, Yébenes, Redondo, Mombiedro, Azorín, o Millán; y donde  el cine España, el café Colón y la tienda de Bonilla, con sus inmejorables horchatas y el rincón del escaparate lleno de chufas que se vendían en cucuruchos eran un atractivo único para poder disfrutar de un día festivo sin mucho gasto. Sí, habían desparecido aquellos establecimientos que, en su época, constituían el armazón del comercio conquense y la luminaria de esta provinciana capital; viniendo a confirmar que el tiempo camina y actúa de forma muy diferente en unos y otros lugares y situaciones, pero que, para Cuenca, se erige en un conspirador decidido a convertirla en una ciudad alejada de la esperanza.

Apenado, se recupera al comprobar que, por lo  menos, la cafetería-pastelería Ruiz sigue impertérrita, enfrentándose a los elementos, por no decir al destino; y donde la tradición familiar mantiene el entrañable aroma de café y dulces. Sentado a una mesa, se le acerca un hombre, casi anciano, al que Argimiro no reconoce, aunque el recién llegado  está convencido de tener ante sí a un lejano amigo, gracias a la vestimenta tan peculiar y al hecho de que no haya envejecido, por gozar de naturaleza de “rey celeste”.  Al identificarse ante Argimiro, a  la memoria de éste vuelven las compartidas raciones de manitas de cordero en el Bar Torremocha, ya inexistente, y las partidas de dados en la barra del Martina-hoy, irreconocible en su reforma- tomando unos vinos con su maravillosa ensaladilla rusa.

Ante las preguntas de Argimiro sobre la profunda transformación de Carretería, el viejo amigo, gran lector y cinéfilo desde su juventud, parafrasea al replicante de la película Blade  Runner: “ He visto cosas que tú nunca creerías. He visto talar los árboles de la Plaza Mayor y levantar sus antiguos adoquines; he visto en esta tan querida calle de Carretería colocar tablas, quitarlas, hacerla parcialmente peatonal, con el consiguiente peligro para los despistados paseantes ante un autobús urbano; convertirla en totalmente peatonal…he visto colocar un puesto de churros al final de la calle, junto a la, en otros tiempos, señorial Plaza de Cánovas; y he visto, apenado, cómo instalaban un parque infantil, contrario a toda lógica en su ubicación, y, desde luego, incompatible con la prestancia que toda calle principal de una ciudad debería poseer. Y ni el Colegio de Arquitectos, ni la Universidad, con sus estudios de ingeniería de edificación, o de Bellas Artes, han podido frenar tan asombrosas como sucesivas ocurrencias. Al parecer, termina su viejo amigo, preferimos olvidar aquella ciudad que nos enamoraba, que intentar recobrar lo que un día nos fue tan querido. Y es que, le dice mientras se despide, el olvido es la más cobarde de las soluciones”.

A la par que se aleja de su amigo,  Argimiro, haciendo caso al que fue gran cronista de la ciudad, encuentra motivos más que sobrados para salir volando y volver a un reino donde, sin duda, jamás cambiarían, en su principal calle, la ruleta de barquillos de los hermanos Velasco por una churrería.