Ramón C. Rodríguez
El primer día de noviembre, el Ensemble Vocal de la Ópera de Cámara de Cuenca volvió a interpretar el Réquiem de Mozart, esta vez en la Fundación Antonio Pérez como ya hizo hace tres años en la Iglesia de San Pedro, creando acaso, tal y como sucede con el Tenorio en el ámbito teatral, la inesperada tradición de interpretar por estas fechas la más bella misa de difuntos compuesta en la historia de la música. Las riadas otoñales son también tradición en nuestra sufrida geografía para desgracia de la gente que pone los muertos y vergüenza de unos gobernantes incapaces de prever el peligro y allegar después los medios necesarios para mitigar la catástrofe.
El empaste perfecto del coro de Carlos Lozano parecía clamar por la coordinación deseable de las administraciones en estos casos en los que el pueblo perece víctima de la incuria y después es desamparado por sus representantes políticos, entregados a la ceremonia de la huida y la elusión de responsabilidades. De nada nos sirven los lutos impostados si al duelo por las pérdidas le acompaña el abandono de ahora mismo y la inacción de décadas asistiendo al mismo panorama de la naturaleza eterna estrellándose contra un urbanismo idiota.
Atacaba la coral el “Lacrimosa” como si todo el dolor de Valencia se hubiera filtrado por las paredes del antiguo templo carmelita hasta llegar a las gargantas vicarias de nuestra tristeza. El estremecimiento del “Dies Irae” parecía ilustrar el sentir de los damnificados voceando su desvalimiento en las ventanas desde las que habían contemplado a la muerte pasar buscando candidatos. Amarrados pese a todo a la fortuna de estar vivos, conteniendo la rabia con vistas al barro, desmenuzaban las horas a la espera de ser atendidos por el Estado, una vez que sus múltiples terminales se pusieron de acuerdo sobre quién asumía las competencias y el coste político de contar a los cadáveres. Junto a los coches amontonados en las aceras y los electrodomésticos varados en las esquinas, el agua se ha llevado por delante la confianza en las instituciones, el concepto de servidor público suplantado por el pueblo que compareció en el puente festivo como un ejército cuya movilización no dependía de estrategia política alguna.
Como la pieza maestra de Mozart, España es un país inacabado más preparado para afrontar la desdicha que para prevenirla, experto en solidaridades y amnésico para exigir justicia, el fracaso frente a la pandemia no nos ha enseñado nada. La estructura administrativa cuya descentralización fue diseñada para ser garantía de eficacia se ha convertido en una maquinaria apta para la colocación de los afines pero incapaz de gestionar las situaciones de crisis, por donde medran sin cesar los aprovechados. Allí donde aparece la tragedia, se hace presente el trepa, el fraude de entonces con las mascarillas es el pillaje de ahora sobre un fondo de lodo que todo lo cubre.
La máquina del fango era en realidad esta querencia de nuestras autoridades por culpar al adversario y esgrimir la cogobernanza como coartada de las negligencias propias y ajenas conformando un panorama de absoluta inoperancia política, en el que los jerifaltes del sistema se pasean por el escenario del cieno como si el sufrimiento del pueblo fuera también el suyo. Su única preocupación en este tiempo de infortunios es ocultar su falta de aptitud para la gestión del desastre y seguir en el poder hasta que la indignación escampe. El limo que quedará cuando todo haya pasado fertilizará de nuevo la codicia cuando se apague el hedor, antes de la próxima riada.