F. Javier Moya del Pozo
«La nieve de los años, de la tristeza el hielo/ constante, al alma niega toda ilusión amada/ todo dulce consuelo”. Rosalía de Castro. En las orillas del Sar.
5 de noviembre, día del cuidador
En la madrugada, cuando la angustia no deja que el cuerpo obtenga el descanso conveniente, se pregunta si alguien alguna vez vislumbró, siquiera cuando la madurez va ganando terreno a la juventud, el desamparo producido por una ancianidad ante la que nadie parece estar preparado.
A pesar de sus años, cumplidos sobradamente los 80, aún se siente con fuerzas para atender a su amada compañera, a la que una mala caída, de la que no ha sido capaz de recuperarse, más anímica que físicamente, está convirtiendo en reclusa voluntaria en su propio domicilio.
Dedicado plenamente a la atención hacia su esposa, su mayor sufrimiento está, más que en el dolor de las articulaciones o en la subida de azúcar en ella, en la apatía, esa cruel sombra que acecha a muchos ancianos, con el temor de que se apodere definitivamente de su alma. Por ello, pone el máximo interés en que ella siga sonriendo con las películas de Paco Martínez Soria y Marisol; en que salga a la calle a dar cuatro pasos, y en hablarle de temas cotidianos y de su numerosa familia; mientras pone el máximo cuidado en que se tome sus medicamentos y de que no se caiga cuando le acompaña al baño por la noche. Otras conquistas, como que recupere su abandonada afición lectora o su interés por nuevas recetas culinarias, ya las consideró hace tiempo fuera de su alcance.
Sin embargo, el día se hace muy largo, ante las interminables horas en que se querida esposa dormita, entregada a un dejar pasar el tiempo, entre los brazos de un sillón que le transporta a una ajena realidad, y el confuso ruido de fondo de una televisión que nada interesante parece ofrecer. Entonces, ese anciano que hace cuatros días era un joven padre de familia numerosa, tiene tiempo para pensar en sí mismo. Y, entonces, sólo entonces, permite que su rol de cuidador quede atrás, y considere su situación. No es fácil encontrar, entre la enfermedad de su cónyuge, y la tristeza que sucede a la anterior, razones para la felicidad… Son tantas las cosas que parecen haber perdido sentido para él, que se le antoja imposible recuperar esas ganas de levantarse, hacer el desayuno y gozar un nuevo día. Ese disfrutar de las pequeñas cosas se ha ido escapando, casi sin darse cuenta, como los días de plenitud, cuando la risa era tan fácil…
Sabe que no hay vuelta atrás, nunca hay mejora; la victoria reside sólo en no empeorar demasiado. Y con esa consciencia, sobre sus hombros se posa una sensación de cansancio total y de desánimo, que desembocarían en un estado depresivo, si no fuera porque cada noche, cuando coge la mano de su dormida esposa, vuelve a sentirse el joven lleno de proyectos, el animoso padre de lejanos tiempos; mientras la blanca luz de la mañana llama a su ventana, y le invita a volver a un sueño cada vez más esquivo.
Para intentar, aunque sea vanamente, abandonarse a un estado donde ya no tiemble por sus responsabilidades, sus urgencias, ni sus temores; a una duermevela en la que imagina que alguien llegará para ayudarle, y rescatarle, así, de esa terrible soledad del cuidador…