Escribe el gran Martín Descalzo que, siendo un niño de 10 años que acudía como alumno externo al seminario de Astorga, debía salir de casa a las seis de la mañana; siendo acompañado en los fríos inviernos de la ciudad por su madre quien, cuando la nieve cubría las calles, le decía ” Tú pon los pies donde yo pise. Así tendrás menos frío”. Ya de mayor, sigue diciendo el sacerdote, fue consciente de que esa fórmula no le quitaba el frío de los pies, “ pero mi corazón se calentaba con aquélla absurda y maravillosa idea de mi madre”.
Esta maternal forma de animar al hijo para superar el frío se asemeja a los juegos infantiles en la playa, cuando íbamos detrás de nuestros padres, intentando pisar donde los adultos iban dejando sus huellas en la húmeda arena. Las suyas eran huellas grandes, profundas que, ni de lejos, éramos capaces de cubrir; y, si nos demorábamos un instante , la pisada que pretendíamos imitar era borrada por las olas antes de que pudiéramos ocuparla.
Con el tiempo, aunque en nuestra adolescencia y juventud presumimos de ignorar las huellas de nuestros progenitores, con una soberbia que nos hace proclamar que los pasos que daremos serán más firmes, más seguros, y que dejarán un rastro más profundo que el dejado por aquéllos, en la madurez, afortunadamente, o tal vez, de forma terrible, nos damos cuenta de que, para dejar la marca vital que nuestros ascendientes han producido, se necesitó el despliegue de un sacrificio y una generosidad hacia sus descendientes que nunca fuimos capaces de apreciar y mucho menos de agradecer como se merece. El egoísmo no nos dejaba ver el mérito de lo construido día a día, paso a paso, acto de amor tras acto de amor; en una existencia donde recibimos todo lo que nos llega como algo normal, como un regalo al que de forma natural se tiene derecho simplemente por nacer.
Posiblemente entonces llegaremos a la conclusión de que no hemos sido capaces de dejar unas huellas ni tan profundas ni tan grandes como las de nuestros padres; y que, aunque uno debe buscar su propio horizonte, sólo si se tiene en cuenta las pisadas de quienes se esforzaron por guiarnos desde la experiencia y el afecto, las marcas de nuestras pisadas no serán efímeras y no las borrará el mar del tiempo antes de que nadie pueda siquiera saber que fuimos caminantes.
No imagino que exista algo más triste que ser consciente de que no hemos sido capaces de dejar huella alguna en una vida que pasa velozmente, tal y como las olas dejan limpia la playa de toda pisada.